El poder humilde del amor obediente.
- Monjes Trapenses
- 1 mar 2020
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Primer domingo de Cuaresma,
Libro de Génesis 2,7-9.3,1-7.
Salmo 51(50),3-4.5-6a.12-13.14.17.
Carta de San Pablo a los Romanos 5,12-19.
Evangelio según San Mateo 4,1-11.
El demonio y Dios se debaten en el hombre. El hombre es el terreno de lucha entre los dos a causa del don incomparable de la libertad que Dios ha querido para los seres pensantes en su creación. Esto no quiere decir que Dios y el demonio puedan compararse, el demonio es sólo una creatura, pero en su libertad trata de influir sobre la libertad humana.
El demonio, el tentador, se acerca a Jesús como se acercó a Eva, con sutiles insinuaciones a ver qué logra. Si eres el Hijo de Dios, quizás el demonio no está seguro y quiere que Jesús se manifieste, que manifieste usando su poder; a Eva la tentó de manera semejante, la tentó con el poder al alcance de ella: conocer el bien y el mal; ella tiene ese poder, se la puede tentar a creer que no tiene que esperar en Dios, y ella no confió en la palabra de Dios que le advirtió de las consecuencias. A la tentación Jesús responde con la palabra de Dios, todo lo opuesto.
Después el demonio lo tienta en forma más sutil aún: Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, o sea, confía en Dios. Eva no confió en Dios, ciertamente el Hijo de Dios lo hará, pero no lo mostrará como el demonio quiere… De nuevo, le pide que manifieste su poder, pero en un aspecto mucho más profundo en la persona de Jesús mismo y en su conocimiento de la voluntad del Padre; otra vez, sin revelarse, Jesús le opone la palabra de Dios, que él conoce mucho mejor que el demonio. Jesús confía porque conoce fondo la voluntad del Padre y no se presta a los juegos del tentador.
Por último el demonio se despliega en una tentación cruda de poder, ya no le dice si eres el Hijo de Dios, tienta sin más a Jesús verdadero hombre; se da cuenta que Jesús, fuera quien fuera, no le iba a contestar como él quería, y no le queda más que proceder al meollo de la tentación para cualquier ser humano: poder a cambio del culto a quien no es Dios. Pero Jesús, otra vez, le contesta con la palabra de Dios.
Jesús no pretende más que hacer la voluntad de su Padre que es salvar a la humanidad compartiendo la situación miserable en la que se encuentra; va a manifestar un poder divino, pero en la cruz y la resurrección. Ese camino es incomprensible para el tentador. Jesús va a obedecer, lo dice claramente San Pablo, no viene a imponerse sino con su obediencia libre revertir el pecado de Adán y Eva.
En este contexto se entiende muy bien lo que nos dice San Benito en el prólogo de la Regla:
Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón; recibe con gusto el consejo de un padre piadoso, y cúmplelo verdaderamente. Así volverás por el trabajo de la obediencia, a Aquel de quien te habías alejado por la desidia de la desobediencia[1].
Nosotros estamos llamados a seguir al Señor por el camino de la obediencia, no por el camino del poder, para nuestra propia salvación y para contribuir a la de la humanidad en nuestra identificación con Cristo. La Cuaresma es, como bien sabemos, un tiempo especial de conversión; es tiempo para crecer en nuestra confianza en Dios, para reverenciar su Palabra y dejar que ella moldee nuestra vida, para acogernos a su misericordia. La obediencia del Señor no sólo nos salva sino que, si nos identificamos con su persona, nos transforma.
La verdadera obediencia nos hace libres y transparentes ante Dios, no tenemos que escondernos, no nos hace falta ya un ego que funciona como hojas de higuera, nuestra vestimenta debe ser Cristo mismo[2]. Hemos recibido la gracia desbordante de Cristo, la recibimos en los sacramentos y por el Espíritu de Dios que nos acompaña. La Cuaresma nos llama a recordar esto y a vivir desde estas realidades. Seguimos con una obediencia que nos libera abriendo nuestra voluntad al amor de Dios.
P. Plácido Álvarez.
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