Domingo 29 ordinario.
18 de octubre de 2020.
Libro de Isaías 45,1.4-6.
Salmo 96(95),1.3.4-5.7-8.9-10a.10c.
Primera Carta de San Pablo a los Tesalonicenses 1,1-5b.
Evangelio según San Mateo 22,15-21.
Las lecturas de hoy nos invitan a meditar sobre la soberanía de Dios y cómo ella se ejerce en nuestras vidas personales y en la sociedad.
El profeta Isaías nos dice que Ciro, el emperador persa, es escogido por Dios para favorecer a su pueblo, esto significa una elección en el ámbito de la política. Dios interviene en la política porque ama a su pueblo y Él es el único Señor.
Hay quienes pretenden separar a Dios de los asuntos humanos, particularmente de la política, y eso no corresponde a la realidad de nuestra relación con Dios que involucra necesariamente las dinámicas sociales, porque la fe se refleja en las obras, como nos dice San Pablo, que necesariamente tienen un alcance social.
Sin embargo, Jesús no acepta que lo arrastren a un debate que no busca aclarar la soberanía de Dios sino que hipócritamente busca oponerlo o al poder del imperio romano o a los radicales de entre los judíos.
Quieren manipularlo y eso no tiene que ver con la soberanía de Dios, que es lo que el salmo enfatiza; nuestra meta es entrar en los atrios del Señor trayéndole la ofrenda que somos nosotros mismos, el atrio en el cual Él manifiesta su santidad, porque lo que realmente cuenta es su santidad, no la nuestra, pero la de Él puede manifestarse en nosotros. Los asuntos humanos, buenos o malos, pasan, no así la gloria de Dios y su santidad.
La soberanía de Dios no supone un gobierno teocrático, dirigido por clérigos, como fue Tíbet antes de la invasión China o Irán hoy en día; no se trata de estructuras de gobierno político y su poder sino de principios que guían el marco en el que se desenvuelve la actividad política y social, y en el que se reconoce una autoridad que no depende del poder político, sino de la autoridad que da sentido al quehacer humano en todos sus ámbitos, el político es uno entre ellos; eso es lo importante.
El camino de Dios implica manifestar la fe con obras que reflejen nuestras fatigas esperanza, y fatigas y esperanzas tenemos muchas en este tiempo.
Uno puede preguntarse ¿qué pertenece a Dios? La respuesta es “todo”, es el Creador y es quien dirige la historia para el bien del ser humano, pero no se debe rebajar esta respuesta a un debate sobre un impuesto; que cada uno cumpla con su deber, pero evaluando la decisión con el criterio fundamental: el de la soberanía de Dios. Dios está por encima de todo, no hay que dar al gobierno lo que no le pertenece; hay que discernir qué es lo realmente importante y lo conforme a la voluntad divina.
Nosotros no tenemos ninguna función política fuera de la ciudadana, e incluso ninguna importancia en ese ámbito, pero sí tenemos la responsabilidad de respetar la supremacía de Dios en nuestras vidas al orientar nuestras decisiones. Es un trabajo arduo que requiere discernimiento constante y una conversión constante, pero es posible cuando el norte está claro.
Nuestra vida monástica, la comunitaria, la litúrgica, el trabajo y la lectio divina son fundamentales para mantener la claridad necesaria, y desde luego, la Eucaristía que celebramos. Reconozcamos la soberanía de Dios sobre nuestras vidas y abramos al Espíritu al discernimiento y la conversión que se fraguan en la comunidad, la monástica en nuestro caso pero también en la sociedad.
P. Plácido Álvarez.
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