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Madre de Dios.

  • Foto del escritor: Monjes Trapenses
    Monjes Trapenses
  • 1 ene 2020
  • 2 Min. de lectura


2020.

Números 6, 22-27.

Gálatas 4, 4-7.

Lucas 2, 16-21.





La solemnidad de la Madre de Dios es una afirmación de la divinidad de Jesús desde el momento de su concepción en María por obra del Espíritu Santo. Esta celebración es uno de los aspectos de la manifestación de Dios para nosotros que en estos días se resalta. El niño que contemplamos es verdadero hombre y verdadero Dios desde el mismo comienzo de la existencia de su humanidad en María.

La afirmación por parte de la Iglesia de la maternidad divina de María es en la historia del desarrollo de la doctrina lo que aclara las dos naturalezas en Jesús de cara a los que pensaban que Jesús siendo verdadero hombre en María había sido posteriormente asumido en la divinidad por el Padre. Esa manera de pensar es errada y no toma en consideración la magnitud de lo que la Encarnación significa, la magnitud del don y lo que él hace para la salvación de la humanidad; sin la divinidad de Jesús no hay salvación, tampoco sin su verdadera humanidad.

Comenzamos el año celebrando la magnitud de ese don que nos salva, que eleva a los que no somos verdadero Dios a compartir la vida de la divinidad en Cristo. La salvación parte sobre la base firme de la comunión inalterable de las dos naturalezas en la persona de Cristo.

Como consecuencia de la afirmación doctrinal acerca de Jesús proclamamos también la situación del todo especial de María como portadora de la divinidad, como sagrario –según se ha dicho posteriormente-.

María como Madre de Dios contempla la divinidad de manera especial y nos la muestra, pero ella también, al igual que nosotros, tuvo que ir profundizando en el don recibido, no sólo a título personal, sino en favor de la humanidad entera. Ella conservaba en el corazón todo lo que se le iba revelando, lo meditaba y lo contemplaba, y la naturaleza muy escondida de esa contem

plación no fue obstáculo para que la luz de Dios brillara sobre el mundo a través de ella. Y esto nos dice mucho acerca de una vida auténticamente contemplativa, lo que debe iluminar nuestra existencia como monjes.

El Espíritu de Dios ha sido enviado a nuestros corazones y es ese Espíritu el que nos permite reconocer estas verdades de fe, y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Abba, Padre.

Es este mismo Espíritu el que con mayor eficacia puede bendecirnos al principio del año con la bendición que el Libro de los Números hace pronunciar a Moisés:

Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz.

Nos acogemos a esta bendición, que se derramó de manera especial en María y que se manifiesta en toda su plenitud en Cristo, Hijo de Dios e hijo de María.

P. Plácido Álvarez.

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