San Bernardo.
2020.
Eclesiástico 39, 9-14.
Salmo 118, 9-14.
Filipenses 3, 17- 4, 1.
Mateo 5, 13-19.
La celebración de la solemnidad de San Bernardo, monje de la Orden y doctor de la Iglesia, es una invitación para examinar nuestra vida cisterciense que las lecturas como luz iluminan desde la lámpara que es San Bernardo.
Estamos llamados a ser sal y luz como parte de nuestro carisma monástico cristiano, no como seres especiales sino como cristianos comprometidos en un camino que el Espíritu Santo va construyendo. Y el compromiso supone fidelidad y autenticidad de manera que lo que brille en nosotros no sea nuestra propia luz, que es insignificante, sino la del Espíritu que nos mueve.
Que el monasterio sea una pequeña ciudad de Dios en la que se encuentran el cielo y la tierra, ese es el deseo de Dios para con nosotros; en esta ciudad esperamos ardientemente la venida de nuestro Salvador que transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, para lo cual es fundamental perseverar, como les pide San Pablo a los filipenses, y es tan central a la Regla de San Benito.
Sabemos que a San Bernardo lo movía el profundo deseo, como a todos los padres y madres cistercienses, de hacer de los monasterios lugares de encuentro transformante con Dios que de hecho se convirtieron en luces de la Iglesia y en ella.
Tenemos una larga tradición a la cual debemos contribuir con un espíritu de fidelidad discernido para hacer frente a los desafíos de nuestro tiempo. El primero de esos desafíos es la falta de espiritualidad que reduce nuestra visión y experiencia, nos disminuye y atrofia como seres humanos, con consecuencias insidiosas que no debemos ignorar. La espiritualidad sencilla, humilde, iluminada por la Escritura y la Tradición, tanto la de la Iglesia como la monástica, es nuestra contribución adaptada al presente, es el llamado a la lectio, a la liturgia al trabajo, a la vida comunitaria todo eso no como observancias sino como un trabajo espiritual, humanizador y divinizador.
El segundo desafío, relacionado íntimamente al primero, es la confusión de nuestra época, en la que se borra el contorno de lo humano y de su relación con lo divino, pretendemos ser como dioses y en eso está nuestra ruina, el tema no es nuevo evidentemente, ya está en el Libro del Génesis en la tentación de Adán y Eva, pero las dimensiones de esa confusión son mayores quizás que en ninguna otra época de la historia, con la posibilidad como no la ha habido antes de un nuevo totalitarismo que pretende imponer el mal como si fuera el bien, y la mentira como si fuera verdad con recursos que no existían antes. Este desafío se enfrenta desde la verdad de Cristo, conocido y amado como verdadero Dios y verdadero hombre, supone una total apertura, sin reservas, al don de Dios. Esa apertura fue la caracterizó a María Santísima, de ahí la devoción de San Bernardo y toda la tradición cisterciense a ella.
Por nuestra vocación somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. Pero esta llamada hay que cultivarla asiduamente y es como si la voz de San Bernardo nos dijera: Escúchenme, hijos santos, y crezcan como rosal que brota junto a la corriente de agua. Exhalen suave fragancia como el incienso y florezcan como el lirio; derramen aroma y entonen un canto, bendigan al Señor por todas sus obras. Estamos llamados a crecer en espíritu y verdad, no desdeñemos esa gracia.
P. Plácido Álvarez.
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