Creo.
- Monjes Trapenses
- 12 may 2019
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12 de mayo de 2019.
Creo en Dios, así comienza nuestra profesión de fe. La hemos repetido tantas veces que se nos puede olvidar la magnitud en el mundo de hoy de esta afirmación tan personal. Y no sólo como una afirmación teórica sino como una que se encarna, una que se expresa en una forma de vida concreta, en nuestro caso en la vida monástica.
Afirmar la existencia de Dios hoy en día supone ir contracorriente porque la visión materialista de poco alcance ha ido imponiéndose, no sólo en el aspecto teórico sino más aún en el práctico. Muchos pueden decir creer en Dios, pero a menudo eso no da forma a sus vidas, no cambia la dinámica de lo que hacen, de cómo se relacionan consigo mismos, con los demás y con Dios.
Por otra parte, cuando uno de nosotros dice: creo, puede exponerse a una serie de dificultades, más si trata de vivir en forma coherente lo que significa lo que ha expresado, tanto a nivel social como espiritual personal. Pero cuando decimos creo con toda convicción, lo cual es un don del Espíritu, entramos en contacto con una paz profunda en medio de la dificultad, la paz que el Espíritu nos regala.
Para afirmar con convicción hace falta alguna experiencia de Dios, puede ser vaga o escondida, pero tiene que resonar en nosotros aunque no sea más que como una suave brisa[1], o incluso como una suave angustia, y es necesario hacer silencio para escuchar esa resonancia que puede ser muy tenue.
A veces la experiencia va a ser, paradójicamente, de un vacío que en sí mismo indica algo más allá, pide aquello que puede llenarlo y lo revela en la misma ausencia, o sea, busca a Dios. El horizonte del vacío indica algo que está más allá de ese horizonte. Me viene a la mente el salmo que dice: una sima grita a otra sima con voz de cascadas[2]. Nuestro abismo grita al abismo de Dios y en él encuentra la respuesta del torrente de la vida, pero no lo controla, ni siquiera controla el propio abismo, más bien lo sufre; la expresión de esto es frecuente en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento.
En este sentido el Libro de Job es como un peregrinar por el infierno de la soledad y de la duda humana; es el abismo del que el ser humano se alza para alanzar lo inalcanzable en la persona de Cristo, quien es la serpiente alzada en el desierto, que nos libera del mal[3] y que nos hace sentarnos con él a la derecha de Dios[4]; se alza en la resurrección a la que se accede en la fe, fe que es un don pero también una lucha, una búsqueda.
Los monjes estamos metidos de lleno en este proceso que lleva al abismo de la propia realidad en la que Dios nos encuentra, desde la que Dios nos llama.
Decir creo es entrar en la paradoja de una convicción que se vislumbra en el horizonte y que en el vacío nos lleva a intuir y experimentar ese horizonte como una realidad reveladora. Esto es demoledor para las expectativas humanas, como lo es el desierto en el que se pierde el control. Pero es en el desierto en donde se dice creo con una voz que brota del abismo del propio ser.
Los tiempos que vivimos son difíciles, desafían la fe, pero en realidad nunca ha habido un tiempo fácil; las dificultades pueden variar en intensidad pero siempre están, y sean cuales sean son terreno fértil para el crecimiento en la fe. Decir creo con convicción es vivir en plenitud, asumiendo la altura, la anchura y la profundidad de Cristo y conocer su amor que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios[5]. Esta es la meta de nuestra vida monástica.
P. Plácido Álvarez.
[1] Cf. 1 Reyes 19, 12.
[2] Salmo 41, 8.
[3] Núm. 21, 8-9.
[4] Cf. Col. 3, 1-4. Ap. 3, 21.
[5] Col. 3, 18-19.
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