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Foto del escritorMonjes Trapenses

Verdad y caridad.



8 de noviembre del 2020.


El proceso de conversión de cualquier persona requiere dos elementos fundamentales: verdad y caridad, ambas tienen que ver con la humildad.

Sabemos que uno de los votos monásticos según la Regla de San Benito es el de conversión de vida, y ya desde el principio de la Regla nos exhorta a regresar por el camino de la obediencia a Aquél de quien nos habíamos alejado por la desidia de la desobediencia[1]. Ese regreso es la conversión.

Pero no vamos a emprender ningún regreso si no nos hacemos cargo de la verdad, o sea, del hecho que nos habíamos alejado; la verdad en su concreción es a veces dolorosa porque nos revela cómo hemos optado en forma equivocada y negativa, y así la verdad nos revela nuestra limitación y pobreza, y nos sentimos amenazados; a menudo por eso nos resistimos al cambio, y no sólo como personas sino como grupos humanos.

Mientras más profunda y prolongada sea la historia del pecado en una persona o en un grupo es por lo general más difícil y dolorosa la conversión. Podemos sentir miedo ante la realidad del pecado en la propia vida porque él empaña la dignidad personal o la colectiva, este es un elemento importante; por esto la caridad se hace absolutamente necesaria.

La caridad es amor y el amor es el centro mismo de este proceso; el amor echa fuera todo temor[2] y es esencial para enfrentar la dificultad que puede anegarnos en un pasado de pecado que fue o un presente en el que todavía se manifiesta.

La verdad nos hará libres[3] de esas cargas, pero la verdad tiene su costo, sin embargo la caridad –el amor- nos sostiene. El amor siempre lleva consigo la compasión y la misericordia, que permiten abordar la verdad fructíferamente de la mano de quien es el Camino, la Verdad y la Vida a la vez que el Amor; así el amor estimula la conversión al mostrar a la persona que hay una salida vivificante a la miseria, una salida que restaura, que dignifica.

Pero por otra parte el temor es necesario y aunque como hemos dicho el amor echa fuera todo temor, éste puede ser necesario como un primer paso que nos impulsa a cambiar de rumbo; ese temor es más necesario para algunas personas que para otras, más necesario quizás para los pecadores empedernidos, pero para todos es saludable.

San Benito es claro al respecto, ya en el prólogo nos dice:

Si queremos evitar las penas del infierno y llegar a la vida eterna, mientras haya tiempo, y estemos en este cuerpo, y podamos cumplir todas estas cosas a la luz de esta vida, corramos y practiquemos ahora lo que nos aprovechará eternamente[4].

El temor del infierno nos impulsa y la vida eterna nos atrae.

Y en el capítulo sobre la humildad añade:

Recuerde, pues, continuamente todo lo que Dios ha mandado, y medite sin cesar en su alma cómo el infierno abrasa, a causa de sus pecados, a aquellos que desprecian a Dios, y cómo la vida eterna está preparada para los que temen a Dios[5].

Despreciar a Dios en oposición a temer a Dios, temerlo por su poder y su juicio justo, pero amarlo porque nos ama, nos da su gracia y ofrece a su Hijo para nuestra salvación.

El camino de conversión no se puede emprender sino por un comienzo estrecho, dice San Benito[6]. Pero la estrechez es un comienzo que lleva en sí una promesa, como nos enseña el santo:

Cuando progresamos en la vida monástica y en la fe, se dilata nuestro corazón, y corremos con inefable dulzura de caridad por el camino de los mandamientos. de Dios[7].

El comienzo es como la puerta estrecha de la que habla evangelio[8], la puerta del Reino de Dios; es la puerta a un camino en el que la dulzura inefable de la caridad nos acompaña y estimula. El amor nos incita a avanzar hacia la vida eterna, nos dice San Benito, por eso (los monjes) toman el camino estrecho del que habla el Señor cuando dice: "Angosto es el camino que conduce a la vida"[9]

El capítulo sobre la humildad establece el equilibrio perfecto en esta dinámica:

Cuando el monje haya subido estos grados de humildad, llegará pronto a aquel amor de Dios que "siendo perfecto excluye todo temor" en virtud del cual lo que antes observaba no sin temor, empezará a cumplirlo como naturalmente, como por costumbre, y no ya por temor del infierno sino por amor a Cristo, por el mismo hábito bueno y por el atractivo de las virtudes[10].

El amor de Cristo nos saca de nosotros mismos y nos permite conocernos sin que el miedo que la situación de pecado provoca nos paralice, aunque un sano temor pueda ser necesario para impulsarnos al cambio.

En la sociedad no vemos este cambio, al contrario, se fomenta una desorientación que busca manipularnos llamando mal al bien y bien al mal[11], los ejemplos abundan y he mencionado algunos en otras ocasiones. Se encubre la verdad debajo de tantas capas de falsedad que se requiere a nivel personal una toma de distancia para centrarnos en Cristo y desde él ver la realidad en toda su verdad; éste siempre ha sido el propósito de la vida monástica, pero hoy es más relevante que nunca para entendernos a nosotros mismos y entender el mundo en el que vivimos, y hacerlo desde la caridad y con su fuerza para alcanzar la meta a la que se nos llama.

P. Plácido Álvarez.

[1] Regla de San Benito (R.S.B.), prólogo, 1-2. [2] 1 Juan 4, 18. [3] Juan 8, 32. [4] 42-45. Cf. Regla de San Benito 5, 3. 7, 21-22. [5] R.S.B. 7, 11. [6] R.S.B. Prólogo 48. [7] R.S.B. Prólogo 49. [8] Lucas 13, 24. Mateo 7, 13. [9] R.S.B. 5, 10-11, Y Mt. 7, 14. [10] R.S.B. 7, 67-69. [11] Isaías 5, 20.

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