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Foto del escritorMonjes Trapenses

Abraham e Isaac.






Los relatos acerca de los patriarcas del Antiguo Testamento recogen las tradiciones con respecto a los orígenes del pueblo y de su relación con Dios. Bien, pero podemos preguntarnos qué tienen que ver con nosotros o con nuestra experiencia actual.

La interpretación espiritual que hace referencia a nuestra propia experiencia nos permite relacionarnos con texto de una manera existencial y entonces el texto nos ofrece una visión de nuestra experiencia en el marco de la revelación que el mismo texto transmite, porque toda Escritura nos habla, es para nuestro bien[1].

El texto sobre el sacrificio de Isaac por su padre Abraham[2] da mucho para meditar, y mucho se ha meditado sobre él, porque aunque es difícil de asimilar en nuestro contexto cultural, puede decirnos mucho e incluso para nuestras vidas.

Abraham se encuentra en una situación crítica generada por la exigencia de Dios, quien le ha pedido un desprendimiento que para nosotros es no sólo irrazonable en sí mismo, sino que contradice la promesa que parecía en camino de cumplirse en la persona Isaac. Y Abraham no duda que haya sido el mismo Dios quien le ha pedido el sacrificio de su hijo, lo ha entendido así y lo va a cumplir. Nosotros somos Abraham porque hemos sido llamados y debemos una obediencia a ese llamado que nos da vida.

Isaac se encuentra en la situación de ser sacrificado, y nosotros también somos Isaac, no sólo somos Abraham. Hacemos el sacrificio y somos sacrificados. La imagen de Cristo salta a nuestras mentes; nadie mejor que Cristo ha entendido la voluntad de Dios llena de amor y misericordia, y la ha cumplido de manera más plena al asumir el sacrificio que el Padre le pide. Pero no se trata sólo de Cristo sino de nosotros mismos por nuestra conformación con él.

En nuestras propias vidas se dan situaciones en las cuales para llegar a la plenitud del llamado que Dios nos hace tenemos que sacrificar lo que nos parece incuestionablemente esencial, algo que toca el fondo de nuestro ser, y más aún, algo que parece ser el fruto querido por Dios para que se pueda realizar la tarea que entendemos se nos ha encomendado. De una u otra forma todo esto involucra la renuncia a dones que hemos recibido del mismo Dios. Más aún, involucra la renuncia a la propia vida.

Si bien el texto del Génesis no nos da detalles, tampoco insinúa ninguna rebeldía por parte de Isaac, por el contrario, se trasluce una total conformidad; después de la pregunta inicial acerca de la víctima no tiene más que decir. Nosotros, como Isaac, podemos preguntar –María también lo hace en la anunciación[3]- pero el amor a Dios y la confianza en Él deben llevarnos a esa entrega confiada en la renuncia radical a la propia vida.

La vocación monástica está centrada en esta entrega. Somos Abraham que entrega a su hijo Isaac que somos nosotros mismos, entregamos nuestras aspiraciones y futuro en manos de Dios, renunciamos a cosas legítimas y a otras que quizás sin ser negativas no son lo que Dios quiere para nosotros, que no son para nosotros el verdadero camino de plenitud. Hay que sacrificar mucho, en realidad todo, para recibir todo; y lo que antes habíamos sacrificado quizás lo recibimos de nuevo purificado y plenificado.

La carta a los Hebreos nos da una interpretación de la figura de Abraham a la luz de la fe en Cristo; nos dice que Abraham recibió una promesa y que por su paciencia vio la realización de ésta[4]. Nosotros necesitamos esa paciencia para que se realice en nosotros la voluntad de Dios.

Después enfatiza:

Por la fe, Abraham, obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber a dónde iba. Por la fe, vivió como extranjero en la Tierra prometida, habitando en carpas, lo mismo que Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa. Porque Abraham esperaba aquella ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios[5].

Nosotros en la fe esperamos alcanzar la promesa que se nos ha hecho, pero también peregrinamos a veces sin tener claro hacia dónde vamos. Nuestra carpa es la vida monástica y la ciudad la vida con Cristo que incluso en la cruz presente empezamos a gustar.

Fe, esperanza y paciencia movidas por el amor, vividas en esta carpa monástica por el amor con que Dios nos ha llamado a conformarnos con Cristo en la cruz y en la gloriosa entrega que en ella se manifiesta.

P. Plácido Álvarez.


[1]Cf. Romanos 15, 4. 1 Corintios 10, 11. [2]Génesis 22, 6-14. [3] Lucas 1, 34. [4] Hebreos 6, 14-15. [5] Hebreos 11, 8-10.

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