Alfa y Omega.
- Monjes Trapenses
- 10 nov 2019
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10 de noviembre del 2019.
En otras ocasiones he comentado que el Apocalipsis es un libro que llama a la esperanza en un contexto de prueba a la fe generada por la persecución, pero no es necesario que haya una persecución abierta y violenta para que el libro tenga una significación para nuestra propia realidad, porque la prueba y la tentación están siempre presentes en la vida cristiana. Siempre necesitamos la esperanza que sólo Dios puede dar y esto se hace obvio en la vida monástica.
La esperanza se alimenta de las revelaciones que nos hace el libro con palabras o imágenes impactantes. Y debemos dejar que ellas nos impacten, que nos lleguen a lo profundo e iluminen nuestras vidas, se trata de dejar que el Espíritu de Dios actúe y nos lleve hacia el Misterio; estas imágenes y palabras no están ahí para ser reducidas a su mínima expresión sino para permitirles que sean vehículos de un mensaje irreductible e incontrolable que se expande y le abre perspectivas a la vida.
Recurro a dos textos que se encuentran al final del capítulo 22 del Apocalipsis. En el primero el Señor dice: Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin[1]. Si nos dejamos impregnar por este mensaje vamos a entender y más aún sentir que la historia está en manos de quien es Principio y Fin, tanto en lo personal como en lo social; él todo lo abarca, entramos en la vida con él, él nos acompaña y él nos espera al final; la historia personal y la de la humanidad empieza con él y él no abandona lo que ha creado, estará la final. Nuestro día a día debe desarrollarse dentro de esta convicción, ahí tiene base firme nuestra esperanza y nuestra confianza, y ella nos llena de fortaleza para actuar en el tiempo de nuestra vida.
El Alfa y la Omega son las letras que comienzan y terminan el alfabeto griego y lo abarcan todo, y si interpretamos el alfabeto como medio de comunicación y comprensión esta manera de plantear la revelación nos apunta hacia la comprensión de la historia; Jesús es no sólo Principio y fin sino también la calve para interpretar todo lo que acontece porque en él todo tiene sentido.
En la segunda cita el Señor dice: Yo soy el Retoño de David y su descendencia, la Estrella radiante de la mañana[2]. El Retoño de David apunta al cumplimiento de las profecías y nos sugiere frescura y novedad a la vez que continuidad; invita a la experiencia auténtica de Cristo y es a su vez expresión de esa experiencia. Esta frescura es también fuente de ánimo, tanto como promesa cumplida como por experiencia plena de la presencia de Dios.
Para nosotros el retoño de David es Cristo, renovación de la humanidad, y nos ubica en la existencia y en la historia con un sentido de proyección a futuro que brota del pasado y es en definitiva el designio de Dios; entonces no nos movemos por la existencia como quien está perdido en un desierto sin sentido, sino como quien participa de una historia que tiene una dirección, y esto aplica también a la historia personal, ella también tiene sentido y dirección: así se complementa la definición de Cristo como el Omega, el fin; esto debe llenarnos de esperanza
La estrella radiante de la mañana comparte algo del mismo simbolismo pero le añade el de la luz y su belleza. Hay un comienzo diario que la luz de Cristo nos hace posible con su presencia. Vivir en la luz no es lo mismo que vivir en la oscuridad, lo sabemos por experiencia, no sólo de las cosas naturales sino también de la vida espiritual. La luz nos envuelve y nos anima; una mañana radiante levanta el ánimo, así es la presencia de Cristo para nosotros, y recordemos que aun en días nublados el sol está, detrás de las nubes que pasarán.
La Estrella radiante de la mañana nos recuerda muchas cosas que ella misma ha revelado y nos invita a esperar su surgimiento cuando nos movemos en la oscuridad. A veces hay que esperar, pero con la esperanza cierta de la manifestación que iluminará la vida.
En definitiva se trata de vivir por Cristo, con él y en él, y ese es el sentido profundo de la vida monástica, vida en la fe, la esperanza y la caridad.
P. Plácido Álvarez.
[1] V. 13.
[2] V. 16.
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