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Alégrense.

  • Foto del escritor: Monjes Trapenses
    Monjes Trapenses
  • 28 abr 2019
  • 3 Min. de lectura


28 de abril de 2019.


La resurrección del Señor es un evento que impregna toda la existencia cristiana, ella da forma y sentido a toda nuestra vida, es algo que nos toca en todo momento. San Pablo nos dice que sin resurrección nuestra fe es vana[1] y podríamos decir que nuestra vida carecería de sentido; es verdad que no siempre tenemos conciencia plena de la realidad de la resurrección y lo que ella significa en la práctica para nosotros, pero el hecho debe alojarse de manera efectiva en algún lugar de nuestra memoria y condicionar nuestras actitudes y nuestro accionar.

Una de las señales de esa memoria iluminada por la resurrección es la alegría, por eso San Pablo nos dice: Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense[2]. Y en otra parte:

Hermanos, alégrense, trabajen para alcanzar la perfección, anímense unos a otros, vivan en armonía y en paz. Y entonces, el Dios del amor y de la paz permanecerá con ustedes[3].

Ahí tenemos las señales de la actualización de la memoria de la resurrección en nuestro actuar diario: alegría, armonía y paz. Y esta alegría no es ingenua ni superficial sino que brota espontáneamente de una conciencia iluminada, de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe sincera[4] como nos dice San Pablo en otra parte. Y supone una voluntad decidida.

La resurrección es la Luz que brilla en las tinieblas de nuestra lucha diaria. A veces sentimos el peso de la oscuridad que se niega a aceptar su derrota definitiva que está asegurada, y trata de alterar nuestro curso influyendo sobre las decisiones de nuestra voluntad, que en uso de su libertad quiere dirigirse hacia Dios; pero esta oscuridad que asoma no debe desanimarnos ni sorprendernos, el Señor nos advirtió acerca de la necesidad de cargar con la propia cruz[5] y nos animó a pedir al Padre que no nos dejara caer en la tentación y que nos librara del mal[6]. Y nos dijo en las bienaventuranzas:

Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron[7].

En el centro de todo esto está la fe en la fuerza redentora de la cruz que quedó manifiesta con la resurrección.

Espontáneamente no pensamos en la cruz como una fuerza, no vemos cómo la debilidad puede revertir la amenaza del pecado y de la muerte, pero ya San Pablo enfrentó este dilema nos dice:

Me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte[8].

Porque el Señor le había dicho: «Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad»[9]. Y la clave está en el amor a Cristo.

La vida monástica nos coloca de lleno en la lucha en la que la luz se debate con las tinieblas[10], en la que la debilidad asume la fuerza de la cruz para vencer las insidias del maligno con las espléndidas armas de la obediencia[11] y la humildad[12].

La Carta a los Etesios alude a ese proceso cuando dice:

Antes, ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz. Ahora bien, el fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad. Sepan discernir lo que agrada al Señor, y no participen de las obras estériles de las tinieblas; al contrario, pónganlas en evidencia[13].

Y más adelante:

Nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio. Por lo tanto, tomen la armadura de Dios, para que puedan resistir en el día malo y mantenerse firmes después de haber superado todos los obstáculos[14].

Se trata entonces de mantenernos firmes en la vocación a la que hemos sido llamados[15] utilizando todos los instrumentos que la vida monástica ofrece viviendo en la luz del Resucitado.

P. Plácido Álvarez.


[1] 1 Cor. 15, 14.

[2] Flp. 4, 4.

[3] 2 Cor. 13, 11.

[4] 1 Tm. 1, 5.

[5] Lc. 9, 23.

[6] Mt. 6, 13.

[7] Mt. 5, 11-12.

[8] 2 Cor. 12, 10.

[9] 2 Cor. 12, 9.

[10] Cf. Col. 1, 13. Col. 5, 8.

[11] RSB. Prólogo, v. 3.

[12] Cf. RSB. 5, 1.

[13] Ef. 5, 8-11.

[14] Ef. 6, 12-13.

[15] Cf. Ef. 4, 1.

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