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Cielo nuevo y tierra nueva.

  • Foto del escritor: Monjes Trapenses
    Monjes Trapenses
  • 3 nov 2019
  • 4 Min. de lectura



3 de noviembre del 2019.


En tiempos complejos y turbulentos como los que vivimos a veces nos interesamos en el libro del Apocalipsis, porque fue escrito precisamente en tiempos difíciles, para tiempos difíciles; trata de infundir esperanza recordando a los creyentes que la historia está en manos de Dios.

Podemos analizar lo que dice para tratar de entender nuestra situación, pero no tanto desde un punto de vista de profetizar el futuro, que sigue escondido en el Misterio de Dios[1], sino desde la manifestación que ilumina los procesos humanos.

Las imágenes son a menudo bellas y a menudo difíciles de descifrar, pero vale la pena el esfuerzo; se precisa leer la Palabra con el Espíritu de Dios y ver nuestra propia situación personal y social desde el mismo Espíritu; este es el sentido de la lectio divina que da vida.

Nuestro deseo y nuestra esperanza se ven reflejadas en ese bien conocido texto del Apocalipsis sobre la Ciudad Santa:

Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe más. Vi la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo[2].

Cielo, tierra y mar como los conocemos desaparecen ¿Qué significan estos elementos para nosotros y que significa su transformación? De nuevo, no me refiero al fin de los tiempos, me refiero a nuestra percepción de la realidad que nos rodea, tanto la natural impersonal como la humana personal y social, vistas desde la Palabra de Dios.

La manifestación de Dios nos enseña a percibir y a entender, y esa manifestación se da día a día a los ojos de la fe. ¿Hacia dónde miramos, cuál es nuestro cielo? ¿Sobre qué construimos nuestras vidas, nuestra tierra? Y ¿Cuáles son las profundidades que tememos, el mar?

El Papa Francisco en su encíclica Laudato Sii nos anima a cambiar nuestro punto de vista, nos anima a contemplar en profundidad para ver en la naturaleza impersonal, y en la personal y social, la belleza de la mano de Dios que crea, su designio, y que de cara al pecado llama a la reconciliación.

Cuando elevamos nuestra mirada tenemos que saber por qué la elevamos, o sea, saber qué buscamos. Si buscamos a Dios veremos en el cielo creado su mano amorosa que nos da un hogar la percepción del cual nos supera con mucho; que nos llama a la humildad y a la adoración de Aquél que escapa a nuestra percepción total y a nuestra comprensión, Aquél que será siempre Misterio para nosotros.

Esa visión puede llevarnos a una nueva manera de percibirnos a nosotros mismo y de entender lo que debemos hacer para recibir la plenitud de lo que Dios desea para nosotros. Cielo nuevo significa una manera de mirar hacia nuestro futuro y del sentido de nuestra vida, sin esperar al fin de los tiempos.

Esto está relacionado con una nueva tierra como lugar en el que nos desarrollamos como seres creados, limitados, que “con los pies en la tierra” aceptan trabajar en ella, dentro de un marco que no determinamos pero en el que Dios no nos abandona, todo lo contrario, nos infunde su gracia para que lleguemos a ser lo que Él quiere, transformando no destruyendo, haciendo que se manifieste la verdadera tierra[3] sobre la que pisamos, la nueva tierra que es Cristo mismo, Dios hecho hombre.

Las profundidades que tememos, el mar que ha de desaparecer ¿Qué es esto para nosotros? Hoy en día hay muchos miedos fomentados por los cambios profundos en los cuales no se ve una dirección positiva. Vemos desarrollos negativos que van desde el feminismo radical que desemboca en el aborto y en la androfobia, hasta la ideología de género que separa radicalmente la biología de la autopercepción; además el individualismo radical que ignora el bien común. La lista puede ser muy larga.

Al nivel de la persona la incertidumbre genera temor, se genera angustia ante la inestabilidad del entorno diario, ante la dificultad de interpretar eventos o de dirigirlos. Tememos lo desconocido como al océano, como al abismo profundo, pero también a la dificultad de determinar lo que queremos, lo que Dios nos pide y la dificultad de ponerlo en práctica. El cielo nuevo y la tierra nueva nos liberan de estos temores, o al menos, nos ayudan a ponerlos en perspectiva.

Los textos apocalípticos de los evangelios tratan también de darnos ánimo y la orientación correcta ante las enormes dificultades:

Ustedes oirán hablar de guerras y de rumores de guerras; no se alarmen: todo esto debe suceder, pero todavía no será el fin. En efecto, se levantará nación contra nación y reino contra reino. En muchas partes habrá hambre y terremotos. Todo esto no será más que el comienzo de los dolores del parto… Aparecerá una multitud de falsos profetas, que engañarán a mucha gente. Al aumentar la maldad se enfriará el amor de muchos, pero el que persevere hasta el fin, se salvará[4].

Decidimos mirar a lo alto con fe y trabajar el presente con esperanza y amor esperando la tierra nueva y el cielo nuevo. Los monjes podemos identificarnos fácilmente con lo que dice San Pablo en la Carta a los Romanos, esa es nuestra lucha:

Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto. Y no sólo ella: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la plena filiación adoptiva, la redención de nuestro cuerpo. Porque solamente en esperanza estamos salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más: ¿acaso se puede esperar lo que se ve? En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia[5].

P. Plácido Álvarez.

[1] Marcos 13, 32. Mateo 24, 36.

[2] Apocalipsis 21, 1-2.

[3] Cf. Romanos 8, 19.

[4] Mateo 24, 4-8. 11-12.

[5] Romanos 8, 21-25,

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Monjes Trapenses Ntra. Sra. de los Andes - Venezuela

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