22 de marzo del 2020.
Este tiempo de crisis es oportuno para meditar en el sentido de lo que hacemos, meditar acerca de nuestro presente y nuestro futuro, y hacerlo en la perspectiva de nuestra relación con Dios.
En las lecturas del primer nocturno de Vigilias en este tiempo de Cuaresma estamos escuchando el libro del Éxodo que nos dice cómo el pueblo escogido por Dios maneja las dificultades que encuentra en el proceso de acercarse a Dios en el Sinaí y marchar hacia la tierra prometida.
El proceso estuvo lleno de incertidumbres, peligros y angustias, lo que nos dice que el camino hacia Dios no es un paseo, ni entonces ni ahora. La fuerza para esta peregrinación está en Dios, no en nosotros, como tampoco lo estuvo en el pueblo mismo que peregrina. El encuentro con Dios nunca es fácil; lo que el pueblo y Moisés tienen que enfrentar al pie del Sinaí nos lo muestra.
La llamada de Dios es a confiar, no ingenuamente sino con una disposición firme a que se haga la voluntad de Dios, sabiendo que ella se va a realizar de una manera que sólo Dios conoce, pero que será para nuestro bien si somos fieles. La llamada es a vivir el presente a plenitud en el misterio de la muerte y resurrección del Señor.
Como personas y como comunidad hacemos una peregrinación por esta vida que tiene sus propios desafíos, que incluyen los que la situación nacional y mundial nos imponen.
Cada uno tiene que preguntarse acerca de sus desafíos personales en este contexto, miedos, ansiedades, expectativas ¿cuáles son nuestros deseos en estas circunstancias? ¿Cómo entra Dios en todo eso? ¿Qué nos dicen los textos de la Revelación, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento?
La vida monástica ha pasado por muchas circunstancias difíciles a través de su larga historia, sabemos bien que San Benito enfrentó una época muy difícil, y si la vida monástica ha logrado continuar es porque ha sido fiel a su llamado, o sea, lo ha vivido desde su peregrinación espiritual, desde su búsqueda de Dios, desde su entrega en la oración en una vida concreta en comunidad, vida de trabajo, de separación del mundo y de silencio.
Esa entrega tiene su costo evidenciado en la historia, pero la fe ve más allá de la inmediatez del ciclo breve que puede ser nuestra propia vida. Vivir nuestras circunstancias tiene un costo, sacrificios diversos, redefinir expectativas, enfrentar miedos y dudas, estrés… En definitiva es la lucha espiritual que se desarrolla a lo largo de la historia y en la que participamos como agentes, no simplemente como pacientes.
Nuestro Sinaí es la persona misma de Cristo, Dios hecho hombre, que se hace presente para nosotros no sólo en la Eucaristía sino en el día a día con todas sus circunstancias; nos acercamos a él con confianza[1], para contemplar su rostros a veces sufriente en el mundo, a veces radiante en su resurrección. Todo pasa y nosotros contemplamos lo que supera la historia y permanece, pero que empieza a manifestarse aquí y ahora. Nada de esto es extraño a la vida monástica, todo lo contrario, entonces nos entregamos a ella sin reservas.
P. Plácido Álvarez.
[1] Cf. Hebreos 12, 22-23.
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