El don de la comunidad.
- Monjes Trapenses
- 19 may 2019
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19de mayo del 2.019.
El cristiano debe vivir en la acción de gracias, hay muchas razones para ello. Hemos surgido de la nada por la voluntad amorosa de Dios y como su imagen y semejanza, para ejercer la libertad que se nos ha dado y llegar a la plenitud de la vida. Cada segundo es un don y una llamada a compartir más profundamente la vida de Dios.
La creación toda es un don y cuando se la contempla, cuando se la empieza a ver con la mirada de Dios, nos damos cuenta cuán maravillosa es. El primer paso es no dar por sentado nada en la creación. A veces la belleza de lo creado nos asombra, pero no pensamos en la infinitud de elementos y la combinación de todos ellos que conforman lo que admiramos, desde las montañas hasta una flor, desde las estrellas hasta una criatura que crece en el vientre de su madre.
Por otra parte, sabemos que la historia de la humanidad avanza a través de muchas contrariedades, introducidas por el pecado, hacia la perfecta unión entre el Creador y su creatura en Cristo, quien nos ha rescatado del pecado. En este proceso surge la comunidad de la que Cristo es cabeza: la Iglesia[1]. Esta comunidad es otro don indispensable en nuestro camino hacia Dios, y la comunidad monástica es una pequeña Iglesia[2] que toma sentido y propósito de la Santa Madre Iglesia de la que es parte.
Desde su comienzo la comunidad cristiana fundada por Cristo y en él ha reflejado la santidad de su fundador y de su misión, pero también se da en ella el pecado que se infiltra a causa de la debilidad humanidad y de su rebeldía, pero ni el pecado ni la debilidad la hacen menos necesaria, ni menos un don de Dios, todo lo contrario, es por ello que es necesaria y un don, porque nosotros solos no podemos. Es fundamental entonces que vivamos la comunidad con el agradecimiento a lo que ella significa.
El ser humano está hecho para vivir en comunidad porque es imagen y semejanza de la Trinidad en cuya unidad hay una pluralidad de Personas. Venimos al mundo producto de la unión de nuestros progenitores y crecemos y nos formamos en algún tipo de comunidad; recibimos la fe en una comunidad y también la dirección de nuestra vida. Y todo esto es voluntad de Dios, la cual estamos llamados a asumir profundamente sabiendo que es expresión de su amor.
A veces vemos nuestra comunidad monástica, o la Iglesia en general, aceptándola desde la fe, y eso está bien, pero es necesario también contemplarla en la plenitud de las riquezas que hay en ella en forma semejante a como nos maravillamos ante la creación; pero en el caso de la Iglesia nos maravillamos ante el precioso tejido que Dios hila con las diversas personas llevándolas a una unidad enriquecida con los matices variados que ellas constituyen, reflejadas más aún en la persona de Cristo en quien brilla, como desde un centro, la gloria de Dios.
Podemos ver todo esto desde otra perspectiva: la comunidad monástica como la casa de Dios, y así lo plantean nuestras constituciones[3]. Debemos ser el lugar en donde habita Dios con toda su riqueza[4], donde se encarna su Palabra. Y se trata en la constitución no del edificio como tal sino de la comunidad como grupo humano movido por el Espíritu de Dios, que es lo que da sentido al lugar, y ambas cosas deben ser custodiadas por nosotros. Acoger la Palabra de Dios en nuestras vidas, en nuestros ambientes, a eso hemos sido llamados, en ello está nuestra salvación y nuestra felicidad.
P. Plácido Álvarez.
[1] Col. 1, 18.
[2] Cf. Constitución O.C.S.O. n° 5.
[3] “La casa de Dios: el monasterio”, título de la segunda parte de las constituciones.
[4] Cf. Col. 3, 16.
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