El hombre interior.
- Monjes Trapenses
- 6 oct 2019
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6 de octubre del 2019.
La semana pasada hablé acerca de la lucha espiritual de la que trata San Pablo en el capítulo siete de la Carta a los Romanos; como se dijo, el contexto es la relación de la persona en su vida espiritual con la Ley, y la función liberadora del sacrificio de Cristo.
San Pablo en su explicación enfoca sobre la división interna que el ser humano experimenta, y de eso sabemos todos nosotros; lo hace hablando del hombre interior que se complace en la Ley de Dios (7,22) y que se enfrenta con la ley que se aloja en los miembros, y ese hombre interior es casi sinónimo de la ley de la razón que menciona enseguida (7,23); los dos conceptos siendo diferentes están vinculados en tanto que son parte de la lucha contra la ley del pecado que está en lo que él llama los miembros, y se entiende del cuerpo (7,23); la razón es un aspecto del hombre interior, parte de nuestra interioridad, instrumento de discernimiento.
El vocabulario: hombre interior, ley de la razón, ley del pecado que está en nuestros miembros, es complejo y difícil de precisar, pero si lo ponemos en el contexto de nuestra experiencia se hace más fácil de entender de manera que ilumine nuestras vidas.
El tema en definitiva es nuestra identidad multifacética y conflictuada. El hombre interior y la razón son lo más profundo de la identidad, son el núcleo misterioso en el cual nos reconocemos y reconocemos nuestra situación ante Dios, y por lo tanto a Dios en ella.
Pero no es fácil, como lo dice San Pablo, lograr el conocimiento de nosotros mismos, lo vamos adquiriendo paulatinamente, y a la vez de lo que queremos y debemos hacer; tampoco es fácil poner en práctica la exigencias que se nos van revelando, de ahí la importancia de la ascesis, que es un instrumento para implementar el bien; más importante aún es el conocimiento de Cristo por la fe, que es lo que San Pablo quiere subrayar. La ascesis y la fe van de la mano.
Todo esto supone vivir desde el hombre interior, desde la razón; supone vivir en Cristo. La superficialidad en la que se desenvuelve nuestra vida nos causa muchos problemas también porque nos da una visión muy distorsionada del mundo, muy parcial y a menudo manipulada por las ideologías. Nosotros necesitamos ir al centro, estamos llamados a eso, para escuchar lo que Dios quiere decirnos y poner toda nuestra confianza en su Palabra, de manera de llegar a ser lo que Dios quiere de nosotros, plenitud de la existencia.
Esta obra no la realizamos nosotros solos, ni la ley la realiza por nosotros, porque ella no puede vencer la resistencia que encuentra en nosotros; sólo la gracia la realiza, cuando la acogemos. Por eso dice San Pablo:
Ya no hay condenación para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la Vida, te ha librado, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte. Lo que no podía hacer la Ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios lo hizo, enviando a su propio Hijo, en una carne semejante a la del pecado, y como víctima por el pecado. Así él condenó el pecado en la carne, para que la justicia de la Ley se cumpliera en nosotros, que ya no vivimos conforme a la carne sino al espíritu[1].
Podemos ver esto desde otro ángulo, el que nos proporciona la Carta a los Colosenses cuando nos dice:
Ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria[2].
Estamos muertos con la muerte de Cristo y en él, y ha quedado satisfecha la justicia de la ley, y nosotros hemos sido liberados en la medida en que nos identificamos con él. Esto ilumina el proceso y nuestra identidad: aquí y ahora la identidad no es definitiva, está escondida con Cristo en Dios, requiere vivir fuera de nosotros mismos hacia Dios en la esperanza[3]. Esto no es fácil porque queremos seguridad, pero no se nos ha dado más que la fe, la esperanza y el amor como camino.
Tenemos que obrar desde el misterio, desde el hombre interior que está escondido en el misterio, conocido por Dios mejor que por nosotros mismos. Esto sucede en la vida monástica para nosotros; lo asumimos como camino de transformación, liberación y felicidad.
P. Plácido Álvarez.
[1] Romanos 8, 1-4.
[2] Colosenses 3, 3-4.
[3] Romanos 8, 24.
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