El precio de la dignidad.
- Monjes Trapenses
- 18 nov 2018
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18 de noviembre. 2.018.
De la lectura del primer libro de los macabeos que estamos haciendo en Vigilias me impactó la advertencia que uno de los jóvenes hace al tirano Antíoco, advertencia sencilla pero significativa que nos sirve para meditar acerca de la propia vida en un contexto turbulento y a poner nuestra confianza en Dios.
El sexto de los hermanos le dice al tirano:
“No te hagas vanas ilusiones, porque nosotros padecemos esto por nuestra propia culpa; por haber pecado contra nuestro Dios, nos han sucedido cosas tan sorprendentes. Pero tú, que te has atrevido a luchar contra Dios, no pienses que vas a quedar impune”[1].
Podemos resaltar dos cosas: el reconocimiento de las consecuencias que la culpa tiene y a la vez la justicia de Dios sobre quien ejerce el mal, en este caso Antíoco que tortura para hacer que el pueblo de Dios renuncie a su identidad y asuma la que él quiere

. Esto nos dice algo a nosotros hoy, no es sólo una terrible anécdota de la historia. Nuestros pecados tienen consecuencias pero la misericordia de Dios no se agota para quienes tratan de serle fieles en toda circunstancia y en eso está nuestra esperanza.
Nosotros en Venezuela hoy vivimos las consecuencias no sólo de opciones erradas en lo político sino de actitudes que no dan vida, que son traiciones a lo que somos y a lo que hemos sido llamados a ser; actitudes que no traen ni justicia ni paz, actitudes que necesitamos superar, en lo personal y en lo social.
La “culpa” a la que se refiere el joven macabeo es la del pueblo judío que se apartó de Dios en épocas que precedieron a la crisis en la que él vive y que se agudiza en su tiempo con una ruptura abierta con la identidad del pueblo como pueblo de Dios; se trata de un desconocimiento de la primacía de Dios en todo lo que concierne la vivencia de Israel. Se sustituye a Dios por el poder temporal y se le da primer lugar al interés personal de corto plazo. No es extraño entonces que en este contexto surja con fuerza el reconocimiento de la resurrección como dimensión de la identidad personal; reconocimiento que viene de la fe y que llena de esperanza a las personas y al pueblo que resiste.
Estamos llamados a asumir la vida como don de Dios, vida no restringida a estrechos parámetros de tiempo y lugar, sino vida que participa de la del mismo Dios, de quien procede por la creación. Nuestra identidad y nuestra confianza dependen de Dios, cuando rompemos ese vínculo las consecuencias son nefastas. Si nos miramos principalmente a nosotros mismos como personas o como pueblo rompemos el tejido de la realidad más profunda y nos suceden cosas sorprendentes en su negatividad.
Nuestro proceso de conversión enfrenta ese quiebre y restaura nuestra conexión con el tejido de la realidad que Dios ha creado, eso nos trae la paz propia de la Verdad.
El texto también tiene una advertencia para los poderosos que en un momento dado parecen prevalecer, advertencias semejantes podemos encontrar en los textos apocalípticos. El mal no pasa desapercibido a los ojos de Dios y nadie queda impune; esta realidad puede ayudar a la conversión de algunos poderosos que todavía tengan en sus corazones algo del temor de Dios.
A nosotros como monjes nos toca vivir de tal manera que se fomente el bien que da vida y que hace que el mal pueda ser reconocido como tal. Vivir de esa manera es ser fieles a la vocación a la que hemos sido llamados, fieles a nuestra identidad cristiana y a nuestra dignidad como hijos de Dios, como nos dice la Carta a los Efesios:
Los exhorto a comportarse de una manera digna de la vocación que han recibido. Con mucha humildad, mansedumbre y paciencia, sopórtense mutuamente por amor. Traten de conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida[2].
Hemos sido llamados a manifestar la dignidad de los hijos de Dios y eso se hace en la humildad, la mansedumbre y la paciencia que están implicadas en la conversión continua, movida por el Espíritu, que nos abre a Dios y a los demás porque nos sana y nos libera de tantos miedos.
El proceso de transformación, el de enfrentar nuestras propias negatividades y debilidades, es doloroso –eso es normal; el esfuerzo para ser fieles es doloroso, pero ese dolor lleva consigo una gran promesa, la de participación en el Reino de Dios, aquí y en la vida eterna. En esto debemos estar trabajando los monjes y quienes aspiran a la vida monástica.
P. Plácido Álvarez.
[1] 2 Mac. 7, 18-19.
[2] Ef. 4, 1-4.
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