El presente.
- Monjes Trapenses
- 23 jun 2019
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23 de junio de 2019.
Nuestra experiencia como seres humanos, y como monjes, es temporal, o sea, se da en el tiempo, pero si prestamos atención a lo que nos sucede nos damos cuenta que vivimos en un presente que se nos escapa como agua entre los dedos, que fluye constantemente, pero es ahí en donde habita nuestra conciencia, que termina siendo ella también muy elusiva, cambia constantemente, a menudo sin que nos demos cuenta, y que sin embargo de alguna manera nos define. La vivencia de todo esto es compleja.
Claro está que esta vivencia se forma en una relación con nuestro medio que también cambia constantemente, sea humano o no, de manera que lo que nos define no es meramente individual sino relacional. Además, nuestra conciencia está continuamente haciendo referencia, explícita o implícita, a un pasado y proyectándose a un futuro; pasado y futuro que no existen excepto a través de nuestra percepción en el presente.
El pasado existe en la memoria, frágil como ella es, que se actualiza en el presente por voluntad nuestra, y esa misma voluntad se proyecta hacia el futuro elaborando los datos del pasado y del presente.
Digo esto porque quiero llamar la atención sobre la realidad del presente como medio en el que nos desenvolvemos, pero también sobre lo efímero del presente a pesar de su importancia.
Estamos en flujo constante y hay que aprender a fluir, pero también hay que aprender a ser en ese presente elusivo, que se nos escapa irremediablemente. Y aunque es así de elusivo, en él se manifiesta la riqueza de la Creación y se actualiza nuestra relación con Dios y con los demás, por lo tanto es el ámbito de nuestra vida espiritual.
Para el monje es de suma importancia vivir en este presente así entendido, porque en su esencia no se trata de vivir en términos de lo que fue, de lo que debería ser y de lo será según nuestras proyecciones, sino del don del aquí y ahora, un don que no es vacío sino impregnado de la voluntad de Dios, quien sostiene todo en la existencia[1].
A veces nuestra conciencia es atraída hacia un pasado o hacia un futuro y nos perdemos lo que es en el presente, con todo y lo escurridizo que este es. Este es un aspecto de lo que en la vida espiritual se llama “distracciones”.
El don central en el tiempo es la Eucaristía que al celebrarse enraíza el presente en la trascendencia del Resucitado, en quien el pasado llega a su plenitud desembocando en la presencia actual del Cuerpo y la Sangre, y nos inserta en el futuro que el mismo Resucitado es. Este es el presente por excelencia, que toca la eternidad.
Se trata de vivir en el don de Dios, don que nunca falla, sean las que sean las circunstancias; se trata de vivir en la acción de gracias por el don que nos permite fluir en el presente inabarcable e irrefrenable. Todo esto supone una entrega radical en una confianza absoluta. Debemos remar con la corriente del tiempo y no contra ella; debemos remar con la voluntad de Dios y no contra ella; debemos entender que todo pasa y que el presente es una oportunidad de entrar en la plenitud del don que supera el tiempo.
La incertidumbre con la que tenemos que luchar inevitablemente, como se entiende por lo que he dicho del flujo del tiempo, puede generarnos una angustia que se resuelve en la entrega confiada, una entrega que fortalece porque Dios en ella nos fortalece por Cristo y en el Espíritu.
Nuestro fluir debe consistir en entrar en la perijóresis (griego), o circumnicessio (latín), de la Trinidad, o sea, en la “danza” infinita de Dios en el fluir entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. Es una eterna procesión en la que las Personas divinas son siempre las mismas y siempre en el movimiento por el que se vuelcan sin cesar las unas en las otras en un eterno presente. Nosotros a su imagen y semejanza fluimos igualmente hacia ellas y entre nosotros en un presente que no cesa y que debe ser elevado a la eternidad.
En nosotros ese fluir es historia, en las divinas Personas es eternidad, pero ellas nos atraen a su eternidad con el don de sí mismas que se realiza en el Hijo hecho hombre por voluntad divina del Padre y el Espíritu, que es también la del Hijo.
Todo esto se juega en nuestro presente y con nuestra libertad, por eso el presente es la oportunidad que se da en nuestra historia para entrar en la plenitud del don, que es compartir la vida divina.
La contemplación aquí y ahora es asentarse en este presente para vivirlo como don de Dios y como Él quiere que lo vivamos: con amor y entrega, con la mirada fija en Cristo, el iniciador y consumador de nuestra fe[2]. La vida monástica vive en este desafío y da gracias por él.
P. Plácido Álvarez.
[1] Cf. Col. 1, 15-17.
[2] Hebreos 12, 2.
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