El sacrificio de Dios.
- Monjes Trapenses
- 13 oct 2019
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13 de octubre de 2019.
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros ¿no nos concederá con él toda clase de favores? …
Esta frase muy conocida de la Carta a los Romanos[1] que es parte de un himno al amor de Dios debe ser un punto de meditación que debemos estar siempre profundizando.
Nos dice San Pablo que Dios no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros. ¿Cómo es esto posible? ¿Qué nos dice acerca de Dios? El judaísmo y el islam encuentran esta idea un desatino total, porque para ellos Dios no tiene un Hijo, y porque en todo caso Dios no es el que se sacrifica, es el ser humano quien tiene que sacrificar.
Pero aquí está el meollo del cristianismo: Dios es el que se sacrifica, el sacrificio del ser humano es incapaz de alcanzar la meta que se propone, o sea, de alcanzar la salvación y la unión con Dios. Es Dios quien se une a nosotros y con su sacrificio nos da lo que de ninguna otra manera podemos alcanzar.
Nuestra contemplación tiene que centrarse en esta realidad verdaderamente asombrosa: Dios nos ha amado tanto que ha entregado su Hijo por nosotros, se ha entregado Él mismo.
Como nos dice San Juan: Porque Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna[2].
Desde esta perspectiva se entiende mejor lo que San Pablo dice en la Carta a los Gálatas:
Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí[3].
El amor y la entrega de Cristo, que es la voluntad de Dios, evoca en nosotros una entrega similar; de esto se trata la vida monástica.
Necesitamos, por decirlo de manera muy aproximativa, ponernos en el lugar de Dios para entender algo de la magnitud del sacrificio que hace por nosotros, y no sólo en la cruz, que es obvio, sino en la Encarnación; Dios que nos ha creado sale hacia nosotros para unirnos a sí mismo de manera misteriosa en el Hijo, y no sólo salvarnos sino también glorificarnos; a esta realidad ya me referí en otra charla sobre el texto de Romanos: a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó[4].
Cristo, que nos invita a llamar a Dios Padre, también nos invita a vivir el misterio desde las entrañas mismas de Dios a quien Cristo ha querido unirnos. Podemos decir: es imposible ver este misterio desde las entrañas de Dios, pero San Pablo nos dice:
Nosotros anunciamos, como dice la Escritura, lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman. Dios nos reveló todo esto por medio del Espíritu, porque el Espíritu lo penetra todo, hasta lo más íntimo de Dios ¿Quién puede conocer lo más íntimo del hombre, sino el espíritu del mismo hombre? De la misma manera, nadie conoce los secretos de Dios, sino el Espíritu de Dios… Porque ¿quién penetró en el pensamiento del Señor, para poder enseñarle? Pero nosotros tenemos el pensamiento de Cristo[5].
Por el Espíritu de Dios que hemos recibido podemos contemplar el misterio de esta entrega y entenderla existencialmente, aunque no completamente y sin que podamos expresarlo plenamente, pero podemos dejar que ese misterio nos penetre y cambie nuestras vidas llenándolas de luz y de gozo.
La vida monástica es ese camino hacia el misterio en la conformación con Cristo por la obediencia, porque es la obediencia de Cristo la que nos salva, y con él y en él participamos de la vida de Dios, entramos en el Reino y llegamos a contemplar lo que ni ojo vio no oído oyó, pero que Dios ha reservado para sus fieles.
P. Plácido Álvarez
[1] Romanos 8, 31.
[2] Juan 3, 16.
[3] Gálatas 2, 19-20.
[4] Romanos 8, 30.
[5] 1 Corintios 2, 9-11. 16.
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