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El tejido del amor.

  • Foto del escritor: Monjes Trapenses
    Monjes Trapenses
  • 25 nov 2018
  • 3 Min. de lectura



25 de noviembre 2.018.


La familia es la célula fundamental de la sociedad, eso lo sabemos bien y los Papas lo han repetido una y otra vez; aunque parezca evidente es necesario repetirlo porque es una verdad que se desdibuja, de manera especial en nuestro mundo moderno.

La raíz del debilitamiento de la familia está en el quebrantamiento de las relaciones humanas que brota de un individualismo que hace que la persona se cierre sobre sí misma y deje de percibir adecuadamente quién es y cómo el tejido de las relaciones humanas nos definen, nos llevan hacia la plenitud de la existencia en este mundo y nos preparan para para la vida eterna.

El reconocimiento de la pertenencia a ese tejido de la realidad nos revela nuestras responsabilidades como algo intrínseco a nuestra vida, no como algo añadido y descartable. Y nuestro lugar en ese tejido lo define nuestra vocación que es además una opción libre; es un llamado y una oferta específica que podemos aceptar o rechazar, pero nuestra opción no nos exime de nuestra existencia dentro del proyecto de Dios. Ciertamente podemos ir contra el proyecto de Dios, pero eso lleva a la desintegración de nuestro ser y a la falta de sentido auténtico en la vida, en definitiva lleva al infierno.

Esa falta de sentido es lo que se manifiesta en la desintegración de la familia y esto nos afecta en la vida monástica. La comunidad monástica se basa en buena parte en los mismos valores que la familia que vive según la voluntad de Dios, por lo tanto la erosión de esos valores nos afecta.

Las relaciones dejan de verse desde la perspectiva del don de Dios y el de sí mismo, como lo pide el Evangelio y la Regla de San Benito –a la par de la tradición cisterciense-; dejan de verse como vidas interconectadas, para vivir en la subjetividad de las propias emociones que absolutizadas nos quiebran.

Emociones siempre tenemos, es parte de la naturaleza humana, y pueden ser muy positivas cuando nos motivan a la entrega y a la creatividad, pero cuando quedan envueltas en sí mismas generan una subjetividad en las relaciones, y no sólo las humanas sino con toda la realidad, que distorsionan nuestra visión y nos hacen daño.

La llamada de Dios crea vínculos vitales que nos dan un marco dentro del cual desarrollarnos, pero requieren una renuncia a muchas cosas, entre las cuales resalta lo que señala San Benito: la propia voluntad, pero es una renuncia para una vida más verdadera y plena. Esto no cuadra con la ideología moderna que ha ido erosionando las relaciones, y experimentamos la lucha contra esa erosión en nuestras vidas; luchamos para vivir la plenitud de Cristo, que se manifiesta en la cruz.

La ideología moderna utiliza una realidad que define al ser humano, la realidad de la libertad, y la distorsiona. Uno de los rasgos fundamentales de nuestro ser como imagen de Dios es la libertad, y la Revelación, ya desde el libro del Génesis[1], nos muestra cómo el maligno apela a la libertad humana para romper la relación entre el Creador y su creatura.

La libertad absoluta e incorruptible es sólo la de Dios, la nuestra está ordenada a que realicemos lo que Dios quiere de nosotros, que es la plenitud y la felicidad perfecta como seres creados que reconocen y aman a su Creador como Él los ama a ellos, porque los ha creado por amor, pero el amor se escoge, no se impone, porque el amor es entrega y aceptación radicadas en lo profundo del ser.

El amor está en el tejido más profundo de la realidad, cuando lo violentamos rechazamos la relación en la cual es posible la vida plena. Sin ese tejido no se sostiene ninguna relación comunitaria auténtica, sea en la familia o en los demás grupos humanos que dependen de ella. Y el individualismo y el subjetivismo, que apelan a la libertad erróneamente concebida, son los principales enemigos de ese tejido fundamental.

La Regla de San Benito nos muestra el camino de regreso a la objetividad por la obediencia que nos saca de nosotros mismos, y al amor auténtico por la entrega, a Dios en primer lugar y al prójimo por el mismo amor[2]. Esta es la forma de nuestra vocación.

P. Plácido Álvarez.

[1] Génesis 3, 1-7.


[2] Mc. 12, 28-31. Dt. 10, 12.

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