12 de enero de 2020.
Una de las grandes tentaciones que sufrimos los seres humanos, particularmente en nuestra época, es la del éxito. Nos ponemos metas, que pueden ser legítimas en sí mismas, y evaluamos el significado de nuestras vidas en términos del éxito que hemos obtenido, o fracasado en obtener, en relación con esas metas. Pero el significado de nuestras vidas debe verse a otra luz.
La consecuencia más inmediata de este proceso de la lucha por el éxito es dejar de vivir el presente en profundidad, lo que también lleva consigo una visión poco realista de lo que en verdad se ha alcanzado, que a menudo significa un progreso pero que casi nunca es la totalidad de lo que nos hemos propuesto.
El cristiano sabe que Jesús murió en la cruz pero no saca las consecuencias de esto para la propia vida, también sabe que algunos de los avances que el cristianismo ha logrado en la historia de la humanidad han llevado siglos alcanzar, han sido procesos lentos y complicados, con altos y bajos, con santidad y también con terribles pecados que han oscurecido todo el proceso; sabe más aún que la clave de la vida y obra de Jesús fue su muerte y resurrección.
Pero la vida de Jesús en toda su concreción cotidiana, su presente vivido fue esencial, como lo es su presencia actual. Su predicación y sus milagros también jugaron un papel esencial que ante su muerte pudieron sin embargo haber parecido un fracaso.
Lo que cuenta en nuestra vida es lo que hemos vivido, lo que estamos viviendo, y con cuanta sinceridad y entrega. La historia, incluida la personal, está en manos de Dios. Necesitamos discernir la voluntad de Dios, sin duda, pero a veces el Señor sólo nos permite ver el siguiente paso y no todo el trayecto, de manera que una preocupación excesiva por el futuro y sus metas puede implicar una falta de fe y de obediencia a Dios.
Hay otro elemento que es fundamental, ver nuestra vida como un acto de la gracia de Dios y de su amor, y tomar conciencia de que lo principal es dar gloria a Dios. Nosotros no somos el centro del universo ni de nuestras propias vidas, lo es Dios, entonces una preocupación excesiva por nosotros mismos, nuestro éxito–incluso espiritual- o nuestra virtud muestra que no estamos bien asentados en la realidad. La clave está en vivir para Dios y con plena confianza en Él, de ahí fluye todo lo demás.
El Señor nos llama a vivir el presente a la luz de su gracia, el evangelio es claro al respecto: No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción[1]. Esto supone vivir de la mano de Dios; no supone ni quietismo ni inmovilidad pero si confianza, sabiendo que nuestras vidas están en sus manos; supone un equilibrio espiritual que permite actuar sabiendo que la perfección es sólo de Dios y que Él igualmente nos llama a comprometernos, sabiendo que tenemos que actuar pero que todo depende de su gracia.
Recordemos lo que el Señor le dice a San Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad»[2], a lo que él añade: me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte[3].
En definitiva, si nos preocupamos del éxito nos preocupamos de nosotros mismos cuando lo importante es estar presente a Dios, vivir para Dios y dar testimonio tanto de su existencia como de su amor. La vida de los mártires nos habla de esta verdad; su muerte, que puede ser interpretada como un fracaso, es en verdad la puerta que se abre para la comunión definitiva a la que han sido llamados en su vida y es la identificación perfecta con Cristo débil y glorioso. En la vida monástica cultivamos este conocimiento y la vivencia concreta que éste implica para una vida auténtica.
P. Plácido Álvarez.
[1] Mt. 6, 34.
[2] 2 Cor. 12, 9.
[3] 2 Cor. 12, 9-10.
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