Hombre nuevo, imagen de la trinidad.
- Monjes Trapenses
- 4 nov 2018
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4 de noviembre del 2.018
La semana pasada hablé de la naturaleza de la persona humana a imagen y semejanza de la Trinidad, y por lo tanto de de nuestro ser, que siendo uno es también múltiple con una dinámica que vamos conociendo paulatinamente y que nos permite vivir con mayor plenitud nuestra relación con Dios, a la vez que enfrentamos la dificultades que nuestra humanidad nos presenta.
Nuestra identidad personal se desarrolla a partir de nuestra presencia en el mundo que supone toda una red de relaciones humanas y con la naturaleza, además de las relaciones con nosotros mismos y con Dios.
La identidad personal es como una semilla que se desarrolla según las circunstancias a partir de unos datos fundamentales que vienen inscritos en lo más profundo de nuestro ser como don de Dios, don que Él conoce mejor que nosotros mismos. Lo que somos está dado en la creación y está por hacerse: no somos cualquier cosa y sin embargo no hay un determinismo, porque hay libertad. La libertad es un componente inalienable del don inicial y parte esencial de la imagen de Dios en nosotros.
El desarrollo se acelera en la medida en que el don de Dios en nosotros se hace más transparente y nuestra dinámica interior fluye mejor en la semejanza de la Trinidad.
El punto de origen inicial se mantiene secreto en Dios, incluso para nosotros mismos, pero ese secreto, ese misterio, se manifestará junto con Cristo, como nos dice la Carta a los Colosenses:
Ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria[1].
Es verdad que este texto se refiere principalmente a la vida presente en su aspecto moral a partir de la conversión y el bautismo, y en la perspectiva del retorno del Señor, pero indirectamente apunta a la realidad más profunda de lo que el ser humano es y cómo descubre la profundidad de su ser: la descubre en Cristo y por último en la gloria de su retorno, y este descubrirse en Cristo es en el fondo participación en la vida trinitaria a la vez que reflejo de nuestra realidad como imagen del Dios trinitario que llega a su plenitud.
La vida que se oculta con la conversión y el bautismo es la que escapa de este mundo distorsionado hacia Cristo, pero hay una realidad más profunda originada en Dios que toma su pleno sentido en Cristo, y en nuestra experiencia ese origen nos está escondido en Dios, como lo está Dios Padre a nosotros, que paradójicamente es presencia inasible pero real.
Ser imagen de la Trinidad supone este movimiento continuo hacia Dios y hacia nosotros mismos en Él, como seres creados y destinados a la gloria en Cristo por la gracia del Espíritu[2].
La vida monástica es un instrumento para el desarrollo de esa semilla de la identidad, para el desarrollo de ese don. Sabemos bien que San Benito pone a Cristo en el centro de ese desarrollo y que pone al amor como la dinámica fundamental, como bien nos dice: No anteponer nada al amor de Cristo[3].
Entonces con Cristo y en él nos coloca firmemente en el mundo y en la vida trinitaria de la que Cristo participa por su naturaleza. El Padre por el Espíritu nos transforma con su Palabra, con el Hijo, fundamento de todo lo creado y realidad del hombre nuevo[4] que nace de su costado abierto y a quien nos unimos por el bautismo, por la Eucaristía y la entrega perseverante en la vida monástica.
P. Plácido Álvarez.
[1] Col. 3, 4.
[2] Cf. Ef. 1, 3-5.
[3] Regla de San Benito 4, 21.
[4] Col. 3, 9-10: ustedes se despojaron del hombre viejo y de sus obras, y se revistieron del hombre nuevo, aquel que avanza hacia el conocimiento perfecto, renovándose constantemente según la imagen de su Creador.
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