11 de octubre de 2020.
La conformación con Cristo es un deseo y una meta de los monjes, la tradición cisterciense y nuestras Constituciones lo afirman claramente. La Constitución tres dice: El monasterio es escuela del servicio divino. En ella Cristo se forma en los corazones de los hermanos… Yo añado que se forma él en nosotros y nosotros a él. Y la conformación supone desde luego asumir la cruz como parte de ese camino.
¿Cómo se accede a esa conformación? la Constitución va a abordar ese cómo, pero necesitamos explorar en qué consiste como experiencia en la interioridad de la persona y no como experiencia aislada sino como una forma de vida.
San Bernardo en el sermón “sobre el acueducto” que escuchamos recientemente en Vigilias ilumina esta realidad, dice:
Llegó el momento en que estos designios de paz se convirtieron en obra de paz: la Palabra se hizo carne y ha acampado ya entre nosotros; ha acampado ciertamente por la fe en nuestros corazones, ha acampado en nuestra memoria, ha acampado en nuestro pensamiento y desciende hasta la misma imaginación.
Ha campado no sólo entre nosotros sino también en nosotros, en nuestros corazones, nuestra memoria, nuestros pensamientos y nuestra imaginación. La conformación radical se basa en la Encarnación, es ella la que le da su más profundo sentido, porque el Señor ha acampado en nosotros, y esa presencia es la que estamos llamados a reconocer y a dejar que se posesione de nosotros plenamente.
San Bernardo sigue a San Agustín quien ve en la persona humana memoria, intelecto y voluntad, que reflejan la Trinidad y la Trinidad actúa en esa realidad; San Bernardo habla de corazón, memoria y pensamiento, y cada una de esas facultades son impregnadas por la Palabra hecha carne. En la medida de la conformación estamos llamados a sentir en nosotros mismos, a quien se ha encarnado en todas las dimensiones de nuestro ser.
Como consecuencia nuestra manera de ver, de escuchar y de hablar quedan también impregnados del Señor. Implícitamente es lo que San Benito desea y busca para sus monjes.
Empezamos también a vernos a nosotros mismos de manera diferente cuando profundizamos en la conciencia de que somos carne con su carne, memoria de su memoria, corazón de su corazón, pensamientos como los de él[1], y todo eso nos hace sentir diferentes, hombres nuevos, pero también en una lucha constante. En Cristo habita corporalmente toda la divinidad y nosotros participamos de esa plenitud en Cristo[2]; nuestros cuerpos son miembros de Cristo[3] y el que se une al Señor se hace un solo espíritu con él[4]. Esta es la dinámica fundamental de nuestra vida espiritual para asumir la forma de Cristo.
Él nos ha pensado desde siempre[5] y nos ha asumido en su carne, además nos ha dado su Espíritu y nos convertimos en luz[6] pura que no conoce ocaso y que hace innecesaria la luz del sol, de la luna[7] en una vida plena, porque en ese ámbito espiritual ya no se trata de este mundo sino de la realidad del Resucitado que nos coloca las puertas de la Ciudad Celestial[8] aunque sin entrar en ella todavía; es quizás semejante a la experiencia de Moisés ante la Zarza Ardiente[9], es necesario todavía quitarse los zapatos.
La Luz ha venido a nosotros y es necesario abrir los ojos a esta luz divina y podremos contemplarla. La Luz que ha penetrado muy profundamente nos cambia, hay que hacer silencio y en quietud y la paz la contemplaremos, y reconoceremos la acción de Cristo y su Espíritu en nosotros y así también reconoceremos nuestra propia forma en él.
P. Plácido Álvarez.
[1] 1 Cor. 2, 16: Porque ¿quién penetró en el pensamiento del Señor, para poder enseñarle? Pero nosotros tenemos el pensamiento de Cristo. [2] Colosenses 2, 9. [3] 1 Cor. 6, 15. [4] 1 Cor. 6, 17. [5] Cf. Colosenses 1, 16. [6] Cf. Efesios 5, 8. [7] Apocalipsis 21, 23. [8] Apocalipsis 21, 2. [9] Éxodo 3, 1-6.
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