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La fraternidad humana.

  • Foto del escritor: Monjes Trapenses
    Monjes Trapenses
  • 10 feb 2019
  • 3 Min. de lectura

10 de febrero del 2.019.




Recientemente, durante su visita a los Emiratos Árabes, el Papa Francisco firmó una declaración con el Gran Imán de la universidad islámica Al-Azhar, Ahmad Al-Tayyeb titulado la Fraternidad Humana.

Esta declaración, como el mismo texto reconoce, es el fruto de una serie de distintos intercambios sostenidos en un clima de fraternidad y amistad.

El documento afirma que de estos diálogos fraternos y sinceros que hemos tenido, y del encuentro lleno de esperanza en un futuro luminoso para todos los seres humanos, ha nacido la idea de este «Documento sobre la Fraternidad Humana»”.

La declaración se inicia con afirmaciones fundamentales de fe que cristianos católicos y musulmanes comparten:

La fe –dice- lleva al creyente a ver en el otro a un hermano que debe sostener y amar. Por la fe en Dios, que ha creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales por su misericordia—, el creyente está llamado a expresar esta fraternidad humana, protegiendo la creación y todo el universo y ayudando a todas las personas, especialmente las más necesitadas y pobres.

Afirma así un solo Dios creador del universo quien en su misericordia ha hecho iguales a todos los seres humanos y los ha llamado al cuidado mutuo; desde este fundamento, innegable en ambas religiones, se excluye el sectarismo y violencia, como después el documento dirá explícitamente.

El propósito de esta declaración es establecer, cito: una guía para las nuevas generaciones hacia una cultura de respeto recíproco, en la comprensión de la inmensa gracia divina que hace hermanos a todos los seres humanos.

Entonces es un documento formativo que desea fortalecer las bases de una cultura en la que se pueda avanzar hacia el bien común en el respeto mutuo. Nosotros con nuestras vidas participamos en el establecimiento de esta guía basados en la fe.

Para establecer esa guía analiza las causas de la situación actual de la humanidad, afirma creer

firmemente que entre las causas más importantes de la crisis del mundo moderno están una conciencia humana anestesiada y un alejamiento de los valores religiosos, además del predominio del individualismo y de las filosofías materialistas que divinizan al hombre y ponen los valores mundanos y materiales en el lugar de los principios supremos y trascendentes.

O sea, apunta a una crisis espiritual como uno de los elementos fundamentales de la descomposición social que vive la humanidad porque anestesia la conciencia. El ser humano no es el centro, lo es Dios, esto tenemos que afirmarlo y vivirlo, y los cristianos y los musulmanes estamos de acuerdo en este punto. Esto nos ayuda a ubicarnos como monjes ante las calamidades del presente, que en algunos aspectos parecen superar cualquier cosa que la humanidad haya vivido.

Esta manera de plantear el tema tanto por católicos como por musulmanes, busca alejarse de todo fundamentalismo -y después lo dirá explícitamente- que se encierra en una visión que lleva a conflictos dolorosos e innecesarios.

Nosotros como monjes tratamos de vivir desde valores religiosos que sirven de parámetro para despertar nuestras conciencias, valores que apuntan a principios supremos y trascedentes, no sometidos a nuestros gustos y disgustos.

La trascendencia a la que apela la declaración, y para la cual debemos ser formados, lleva a ver el presente desde la perspectiva de Dios cuya justicia y misericordia nos superan, y desde el conocimiento de Dios que Él mismo nos ha regalado, vivir en profundidad y plenamente como hijos de un mismo Padre.

Al cultivar valores esenciales y trascendentes los monjes nos entregamos, según nuestra vocación, a la creación de un mundo más conforme a la voluntad de Dios. Tenemos una responsabilidad, y si nos adecuamos a ella, estaremos trabajando no sólo por nuestro propio bien personal y comunitario sino por el de toda la humanidad, acercándonos así a todos los que desde principios trascendentes de la fe, marchan en la misma dirección.

Las constituciones de la Orden afirman que por providencia de Dios los monasterios son lugares santos, no sólo para los que participan de la misma fe, sino para todos los hombres de buena voluntad[1].

Todo esto apunta a la “civilización del amor” a la que se refería San Juan Pablo II y a la que somos llamados a vivir en el monasterio, con la influencia que eso puede tener en el medio que nos rodea; no se trata simplemente de un trabajo social sino de una elevación de miras, elevación de vida.

Participamos en la construcción de una nueva civilización en la que los seres humanos puedan comunicarse y pueden aceptarse respetuosamente, y para ello necesitamos cultivar valores trascendentes que proceden de la Verdad de Dios y que nos enraízan en los valores comunes, irrevocables, que son el fundamento de la paz.

P. Plácido Álvarez.

[1] Estatuto 30, b.

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