La humanidad de Cristo.
- Monjes Trapenses
- 21 oct 2018
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21 de octubre del 2.018
La realidad humana de Cristo es algo que estaba muy en el corazón de los padres y las madres cistercienses, y era algo que iba mucho más allá de la fe en un dogma, era una presencia real, personal; en esto mostraban cómo habían profundizado existencialmente en la famosa frase de San Benito: no anteponer nada al amor de Cristo[1]. La experiencia es la del amor.
¿Cómo abordamos esto hoy? No hay para ello hoy, ni nunca hubo, una fórmula establecida porque se trata de adentrarse en el misterio de Cristo movidos por el Espíritu de Dios; fórmula no ha habido, pero sí una forma de vida que es el contexto en el cual el Espíritu puede derramar sus dones; esa forma es el día a día de la vida en el monasterio con todas las exigencias que tiene, la vida vivida como entrega sin reservas.
La experiencia de esa entrega nos abre a la experiencia que Cristo mismo hace como verdadero ser humano, y esto se hace más intenso en las dificultades, por eso los padres y las madres meditaban tanto la pasión del Señor. En nuestras dificultades se nos revela con más nitidez y de forma existencial la persona de Cristo en la cruz y el amor expresado allí. Pero la revelación que une nuestra experiencia a la de Cristo es don del Espíritu.
En nuestra pequeñez se nos revela la grandeza del amor que se manifiesta en la cruz[2]. La cruz es la gloria[3] y el culmen del amor[4]. Estamos llamados a amarnos a nosotros mismos en la pequeñez en la que se manifiesta el amor de Dios por nosotros: en la pequeñez de Cristo, verdadero hombre.
Pero tenemos que reconocer que en nuestra pequeñez se infiltra el pecado y éste nos asusta porque sabemos bien que nos aleja de Dios a quien, por otra parte, queremos entregarnos, pero ahí también descubrimos que el Señor sufre con nosotros nuestro pecado, lo conoce, y se entrega por nosotros precisamente en esa situación, en ella está muy cercano a nosotros: en la cruz.
Es una situación muy paradójica: en lo que nos aleja de Dios, Cristo verdadero Dios, se nos acerca para atraernos con su vida, muerte y resurrección, a la experiencia de Dios. No se nos acerca para castigar sino para sacarnos de la miseria en la que nos hemos hundido. Nuestra debilidad atrae su amor y entonces podemos decir en verdad: ¡O feliz culpa!
Su amor nos cambia infundiendo amor donde había pecado, si estamos dispuestos, pero esto supone entrega confiada, hecha posible por el mismo amor. Esa entrega al amor es muy exigente porque nos conforma a su entrega, que es cruz.
En este proceso reconocemos al Señor como una persona real, semejante a nosotros en todo menos en el pecado, pero también como resucitado deslumbrante en su gloria. Por eso nos dice la Carta a los Hebreos:
Porque no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades; al contrario él fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado. Vayamos, entonces, confiadamente al trono de la gracia…[5].
La primera carta Timoteo lo resume en un himno:
En efecto, es realmente grande el misterio que veneramos: Él se manifestó en la carne, fue justificado en el Espíritu, contemplado por los ángeles, proclamado a los paganos, creído en el mundo y elevado a la gloria[6].
Desde esta perspectiva entendemos mejor la afirmación de San Pablo:
El mismo Dios que dijo: «Brille la luz en medio de las tinieblas», es el que hizo brillar su luz en nuestros corazones para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios, reflejada en el rostro de Cristo[7].
Conocemos su humanidad sufriente que se une a la nuestra, pero también esa misma humanidad suya gloriosa que puede manifestarse en nuestra debilidad, si se lo permitimos; es la gloria de su amor al que no anteponemos nada.
P. Plácido Álvarez.
[1] Regla de San Benito 4, 21.
[2] Cf. 3, 14: De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto…
[3] Cf. Jn, 12, 21. 17,1.
[4] Cf. Jn. 3, 16. 13,1. 14, 31. 15, 9.
[5] Heb. 4, 15-16.
[6] 1 Timoteo 3, 16.
[7] 2 Cor. 4, 6.
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