La imagen de la Trinidad en nosotros.
- Monjes Trapenses
- 28 oct 2018
- 4 Min. de lectura

28 de octubre del 2.018
Los seres humanos a través de la historia nos hemos preguntado quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Las respuestas han sido muchas y disímiles, y buen número de esas respuestas se han intentado dentro de las religiones.
La revelación del Antiguo Testamento, tal y como está plasmada en el libro del Génesis, nos dice que hemos sido creados por Dios a su imagen y semejanza[1] a partir de la materialidad de la tierra, que ha sido transformada cualitativamente por el “soplo” de Dios[2].
Pero la revelación cristiana añade una nueva –llamémosla- “dimensión”: la trinitaria. En la Tradición ha habido esfuerzos por interpretar la condición humana desde esa perspectiva, por ejemplo, en el caso de San Agustín, con su división tripartita de intelecto, memoria y voluntad en el ser humano, pero hoy en día parece necesario profundizar esta visión enfocando el tema desde un análisis de la dinámica personal que abarca lo sicológico, lo relacional y lo espiritual que se ha profundizado con la experiencia en el tiempo.
Los padres del desierto tenían un buen conocimiento de las dinámicas internas de la persona y la interpretaban según los esquemas sicológicos y espirituales de que disponían; esencialmente todo eso mantiene su valor, pero los esquemas han cambiado en buena medida y es posible un discernimiento más matizado.
El elemento central de una visión más profunda es el reconocimiento de la persona humana como una realidad compleja, no monolítica, y el análisis de esa realidad que es expresión de la imagen y semejanza de la Trinidad. El ambiente que el silencio y la soledad monásticas fomenta nos lleva a la toma de conciencia de la complejidad a la que aludo. Conocemos el “debate interno” en nuestra conciencia entre nuestros deseos, los impulsos del Espíritu de Dios y las incitaciones del maligno.
La voluntad, por usar esa categoría agustiniana, es el ámbito en el cual se da ese debate, y descubrimos las limitaciones de la voluntad producidas por las circunstancias; esto no exime, sin embargo, del ejercicio de la voluntad, y la libertad tiene un papel esencial en ese ejercicio. Sobre la libertad he hablado en varias ocasiones, quizás vuelva a hablar en el futuro, pero ahora me quiero enfocar sobre la estructura o dinámica fundamental compleja de la persona.
El propósito de este enfoque es que lleguemos a entendernos mejor como imagen y semejanza de Dios y podamos vivir mejor no sólo en nuestra vida moral sino también en el proceso espiritual más profundo.
Regresemos entonces al punto de la complejidad de la persona y cómo desde esa complejidad la persona se ubica ante la realidad de su ser imagen y semejanza del Dios Trino y Uno.
Vamos a intentar una primera aproximación: Dios Padre como el silencio inabarcable del Creador cuya realidad se refleja nuestro origen como identidad inasible en nosotros mismos. Dios Hijo como Palabra reveladora que nos ubica en el mundo con una identidad manifiesta. Espíritu Santo como soplo dinámico de vida que experimentamos sin verlo, pero que detectamos en nuestras experiencias más profundas, y que nos permite ver a Cristo y ponernos ante nuestra propia realidad y la de Dios Padre inabarcable.
Entrando entonces en nuestra dinámica interna, encontramos que en nosotros mismos, al experimentar la complejidad, podemos detectar una identidad capaz de ver esa complejidad y analizarla, pero que ella misma no puede analizarse, o verse; este rasgo que nos hace misteriosos a nosotros mismos, que nos lleva al silencio, nos introduce en la experiencia de Dios Padre y manifiesta en nosotros la semejanza de Dios como silencio y realidad insondable, porque es eso lo que hay en el centro mismo de nuestras personas. Sabemos que somos creados y por lo tanto dependientes del Creador, sabemos que se nos ha dado una identidad, pero en lo profundo ella queda escondida en Dios[3], quien nos conoce mejor de lo que nosotros nos conocemos.
Entonces se da una doble experiencia en el mismo hecho: experiencia de Dios y de nosotros mismos. La experiencia de Dios en este caso es la que se ha llamado “apofática”, cuyo mayor exponente cristiano es la obra titulada “La Nube del No Saber”, junto con lo que han llamado la “mística renana”.
Pero nosotros tenemos también una realidad palpable y presente en el mundo; somos “barro amasado” en la Creación por el Espíritu de Dios, y no sólo en la creación de Adán y Eva[4] sino en el seno de María[5]. La Carta a los Colosenses expone la relación entre el Hijo, la Palabra Encarnada, y la creación, que incluye la humanidad, en un texto muy conocido dice:
Él es la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles… todo fue creado por medio de él y para él. Él existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él. Él es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia… porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud[6].
En esta instancia también la experiencia de Dios es a la vez de nosotros mismos; es la experiencia de la persona de Cristo, la persona del Hijo, que eleva la humanidad a compartir la vida divina de forma inigualable e impensable sin él; es lo que tradicionalmente se ha llamado la experiencia “catafática”, el conocimiento positivo y personal; es también la experiencia de la propia realidad creada, presente en el mundo. Al experimentar a Cristo nos experimentamos a nosotros mismos en el sentido más profundo.
El Espíritu es quien unifica desde el origen más profundo y misterioso en nosotros hasta la manifestación en este mundo de cuerpo, alma y espíritu. En la Trinidad es la relación entre las divinas Personas, en nosotros une los diversos niveles de la personalidad para darnos una identidad y vincularnos la Padre y al Hijo.
La vida monástica nos incita a contemplar estas realidades y a vivirlas cada vez más profundamente. No controlamos el proceso pero sí podemos entregarnos a él con humildad y confianza.
P. Plácido Álvarez.
[1] Gén. 1, 26-27.
[2] Gén. 2, 7.
[3] Cf. Col. 3, 7. Ap. 2, 17.
[4] Gén. 2, 7.
[5] Cf. Lc. 1, 35.
[6] Col. 1, 15-17. 19.
Comments