La muerte.
- Monjes Trapenses
- 23 sept 2018
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Actualizado: 4 oct 2018
23 de septiembre del 2.018.
San Benito en su Regla nos recomienda entre las buenas obras una que es tener siempre presente la muerte[1]. Para la mentalidad moderna esto puede parecer lúgubre, conducente a una visión negativa de la vida y a una tristeza constante, pero un sano contacto con la realidad y una sana espiritualidad nos indican lo contrario.

Como bien sabemos, el santo en el prólogo de su regla pregunta con el salmista: ¿quién es el hombre que quiere la vida y desea gozar de días felices?[2] La meditación de la muerte hay que entenderla en este contexto. Si se quiere vivir felizmente hay que asumir la vida en su verdad, no de espaldas a la realidad, y ésta incluye la muerte.
El sentido de lo que pide San Benito es que miremos a nuestro presente y encontremos ahí la presencia de Dios, fuente de una felicidad que no sólo actúa en el aquí y ahora, sino que supera en la persona de Cristo, en su resurrección, la barrera de la muerte, para la plenitud definitiva de nuestra vida.
Pretender desconocer la muerte, o de alguna manera relegarla a las sombras semiconscientes, nos genera el desasosiego propio de una falta de contacto con la realidad en la cual está inscrito el llamado a la plenitud y la liberación.
Por otra parte el reconociendo de la muerte como realidad inexorable nos lleva hacia la humildad, que junto con la obediencia son conceptos centrales para San Benito, como bien sabemos. Somos limitados, no somos capaces de darnos la vida a nosotros mismos y no podemos evitar la muerte; somos creaturas dependientas de la misericordia de Dios, dependientes de su amor.
La meditación de la muerte nos lleva al sano reconocimiento del límite ante el cual estamos tentados a rebelarnos, y en la rebelión caer en la futilidad. Queremos ser como dioses[3] y en eso gastamos nuestra vida inútilmente, es la tentación primigenia que nos desorienta. La serpiente engaña: la vida es un don, no una adquisición, y la rebelión confunde el mal con el bien con consecuencias nefastas.
Todo tiene su límite y dentro de él podemos realizarnos en lo que apunta a la vida eterna que Dios nos regala. El límite de la muerte estimula la creatividad, estimula el buen uso del tiempo. Se nos ha dado el tiempo de esta vida como don para caminar hacia la plenitud[4]; por otra parte el límite nos invita a considerar quiénes somos, cuál es nuestra naturaleza más profunda, a la vez que la naturaleza de la realidad toda. Paradójicamente el límite es una invitación a trascenderlo y es posible hacerlo, pero sólo si lo enfrentamos con Cristo y desde su resurrección.
La meditación de la muerte tiene también un enfoque moral dentro de nuestra fe cristiana: nuestros actos tienen consecuencias por los que tendremos que responder inevitablemente al final de esta vida; la muerte nos llama a una toma de conciencia que redunda en la paz generada por un cambio que nos conforma a la voluntad de Dios, a su amor y a su designio de felicidad para nosotros.
[1] Capítulo 4, v. 47.
[2] Prólogo v. 15 y salmo 33,13.
[3] Gén. 3,5.
[4] Cf. Col. 4,5.
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