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Lucha en el Espíritu.

  • Foto del escritor: Monjes Trapenses
    Monjes Trapenses
  • 1 sept 2019
  • 3 Min. de lectura



1 de septiembre 2019


En la relectura del capítulo ocho de la Carta a los Romanos que se nos recomendó en el reciente retiro me sorprendieron matices de las afirmaciones de San Pablo que antes en cierto sentido no habían calado. La carta es compleja en varios niveles y eso hace difícil su interpretación.

San Pablo trata de enfrentar el tema de la relación entre la Ley y el Espíritu, y el papel del Señor Jesús en esa relación. Esto lo pone en el contexto de la lucha que la persona humana sufre por las contradicciones que experimenta y que la Ley no puede resolver[1], sólo puede hacerlo Cristo y su Espíritu obrando en nosotros; sólo el sacrificio de Cristo, y el amor de Dios[2], que lo causa y lo expresa, puede resolver. Pero la resolución es en esperanza[3] y en fe, lo que supone un constante batallar.

La Creación ha sido contaminada[4] por el pecado y con ella toda la realidad material incluidos nuestros cuerpos, de ahí todas las referencias al cuerpo que San Pablo hace y a la necesidad de su liberación[5], porque el cuerpo –o la carne como a veces dice- está en conflicto con el espíritu humano[6].

San Pablo sabe que nosotros experimentamos esa lucha, y nos llama a interpretarla en el contexto de la Creación que evoluciona hacia su meta en Cristo, plenitud del ser humano[7] y de la divinidad en la humanidad, para vivir en la gloriosa libertad de los hijos de Dios[8], primicias de la Creación liberada[9]; y es en esto que se basa nuestra esperanza.

San Pablo repite de diferentes maneras que nuestra lucha es con las obras de la carne[10] pero estima que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se revelará en nosotros[11], y nos dice que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que él llamó según su designio[12]. Dios está con nosotros y nada podrá separarnos de su amor[13], con esta seguridad enfrentamos la lucha severa que a veces enfrentamos. Hay sufrimiento pero e ningún caso somos desamparados.

La conclusión del capítulo es un himno de alabanza, de esperanza y de fortaleza, lo conocemos:

¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Como dice la Escritura: Por tu causa somos entregados continuamente a la muerte; se nos considera como a ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor[14].

Esta debe ser nuestra inspiración, nuestra oración y la certeza que alimenta nuestras vidas espirituales. La vida monástica está profundamente inmersa en este proceso que se efectúa nivel personal y desde allí a la creación entera: espiritual, social y material. En comunidad la evolución de cada uno de nosotros toca a la de los demás y juntos buscamos la liberación en Cristo quien hace factible el difícil camino.

P. Plácido Álvarez.


[1] Cf. 8, 3. 7.

[2] 8, 35. 37.

[3] 8, 24.

[4] Cf. 8, 20. 22.

[5] 8, 23.

[6] Cf. 8, 5-6. 8.

[7] Cf. 8, 18. 30.

[8] 8, 21.

[9] 8, 19.

[10] Cf. 8, 4.

[11] 8, 18.

[12] 8, 28.

[13] Cf. 8, 35.

[14] 8, 35-39.

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Monjes Trapenses Ntra. Sra. de los Andes - Venezuela

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