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Oración y libertad.

  • Foto del escritor: Monjes Trapenses
    Monjes Trapenses
  • 8 sept 2019
  • 4 Min. de lectura



8 de septiembre de 2019.


En el capítulo 8 de la Carta a los Romanos San Pablo aborda el tema de la oración en forma breve y con matices particulares en comparación a otros de sus textos que tratan el mismo tema.

San Pablo dice[1]:

Igualmente, el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que sondea los corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe que su intercesión en favor de los santos está de acuerdo con la voluntad divina.

Conviene, meditar sobre la expresión gemidos inefables, o que no se pueden expresar, que proceden del Espíritu. Una posibilidad es relacionar esta expresión al don de lenguas[2] pero me parece que puede asociare igualmente, o incluso mejor, al silencio. El don de lenguas es glossolalia, hablar en lenguas, pero en este texto de Romanos habla de alaletós, que es más bien ausencia de palabras.

Dado el lugar que la oración tiene en nuestra vida lo que nos dice San Pablo es de especial importancia. En nuestra experiencia con cierta frecuencia sentimos que no sabemos cómo orar, que la oración que deseamos no se concreta; San Pablo nos llama a reconocer nuestra debilidad y a abrirnos a otra experiencia de oración en la que es necesario aceptar en el silencio la acción del Espíritu.

Se trata de escuchar al Espíritu que sopla en nuestros corazones para entender nuestra propia vida y lo que es el deseo de Dios para nosotros. Evidentemente la fe en el Espíritu y en su presencia entre nosotros y en nosotros es la base misma de esta dinámica que es la oración, que tiene muchos altos y bajos, que tiene profundizaciones cuyas dimensiones desconocemos, pero que Dios induce y conoce.

San Pablo nos ha dicho: el que sondea los corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe que su intercesión en favor de los santos está de acuerdo con la voluntad divina. Quizás nosotros no vamos a percibir que lo que está en nuestros corazones está de acuerdo con la voluntad divina, pero nos toca vivir en la confianza, en la apertura a esa realidad que no controlamos, que vivimos desde la debilidad.

Esto es importante porque recordemos que desde el comienzo del capítulo ocho San Pablo planteó la problemática de la salvación no por la Ley sino por el Espíritu como marco de todas estas consideraciones; nos dijo:

Porque la ley del Espíritu, que da la Vida, te ha librado, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte. Lo que no podía hacer la Ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios lo hizo, enviando a su propio Hijo, en una carne semejante a la del pecado, y como víctima por el pecado. Así él condenó el pecado en la carne, para que la justicia de la Ley se cumpliera en nosotros, que ya no vivimos conforme a la carne sino al espíritu[3].

Experimentamos esta lucha en nosotros mismos y ella a veces nos llena de dudas o nos produce desanimo. El seguimiento de la Ley no nos da la salvación que deseamos porque ella ha sido reducida a la impotencia por la carne (sarkos); es Cristo Jesús quien la da, y el Espíritu en nosotros mueve nuestra oración para adherirnos a la voluntad de Dios en la esperanza[4], aunque no siempre entendamos lo que sucede. Esta es la oración que nos trae liberación.

Otro elemento significativo en este capítulo de Romanos es el lugar de la esclavitud y la libertad; esclavitud al pecado y a la Ley, libertad de los hijos de Dios, libertad ante el pecado primero que nada, y la libertad para un discernimiento verdadero en el Espíritu por la gracia de Cristo con respecto a la realidad y a la Ley.

Se da un juego sutil y crítico entre la libertad y la gracia con respecto a la Ley, y entre libertad y responsabilidad con respecto a la conformación con Cristo y por lo tanto con la felicidad. La libertad en este contexto no es una cuestión sociológica o política, aunque no se descarta eso, sino espiritual porque en la libertad está inscrito el sentido de la vida y nos dice algo fundamental acerca de la creación.

Dios es libre y nos quiere libres con todo el riesgo que esa libertad humana comporta. No somos imagen y semejanza de Dios sin libertad porque Dios es libre; no nos conformamos a Cristo sin libertad porque él alcanza nuestra liberación con libertad. Pero el pecado también tiene que ver con la libertad que lo hizo posible, de ahí el riesgo que la libertad supone; éste se enfrenta desde lo espiritual, desde el conocimiento de Cristo, conocerlo a él y ser reconocido por él.

Y el pecado busca quitarnos la libertad, eso lo que Pablo dice, así indirectamente nos muestra la importancia de ésta, y la importancia de tenerla en el centro de nuestra dinámica espiritual. El pecado nos desfigura porque distorsiona la libertad, y la Ley no resuelve este problema.

Quien lo resuelve es Cristo y el Espíritu que ora en nosotros. Hay una relación íntima entre libertad y oración; la libertad se restaura en la oración inefable por la que el Espíritu nos conforma a Cristo y nos restituye como hijos de Dios; es el Espíritu que nos hace exclamar Abba, Padre. San Pablo nos dice:

Ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir, ¡Padre! El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios[5].

Nuestro testimonio fundamental como monjes es este, exclamar Abba Padre con el Hijo a quien nos hemos conformado por la acción profunda y silenciosa del Espíritu en nosotros a la que respondemos libremente.

P. Plácido Álvarez.

[1] Romanos 8, 26-27.

[2] 1 Corintios 12, 10.

[3] 8, 2-4.

[4] 8, 24.

[5] Romanos 8, 15-16.

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