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Padre inefable.

  • Foto del escritor: Monjes Trapenses
    Monjes Trapenses
  • 7 oct 2018
  • 4 Min. de lectura



7 de octubre del 2.018.

Quiero regresar a la meditación del Padrenuestro porque en él se sintetizan muchos elementos que nos ayudan en la vida espiritual. En esta oración nos dirigimos a Dios Padre y se nos revela mucho acerca de Él. Jesús nos enseña a orar y nos muestra quién es Dios para nosotros, a la vez que nos dice implícitamente quiénes somos nosotros y quién es él mismo.

Llamar a Dios Padre nos dice quiénes somos nosotros: hijos, por lo tanto somos de su familia[1] de forma irrevocable; la filiación puede invalidarse en sus efectos pero no anularse en su origen. El pecado en el cual se persevera vacía de sentido la filiación, pero no por eso dejamos de ser hijos, simplemente hemos repudiado nuestro privilegio de origen, lo hemos cedido[2] por algo que no puede darnos la felicidad; privilegio al que podemos regresar con el arrepentimiento y el perdón al que podemos acogernos. Podemos regresar por el camino de la obediencia, como nos pide San Benito[3].

El retorno es posible porque la realidad fundamental no ha desaparecido, o como dirían los padres cistercienses: habíamos perdido la semejanza pero no la imagen, y Dios nunca se cansa de su misericordia, como ha enfatizado tanto el Papa Francisco.

He mencionado en otras ocasiones que la expresión “Padre estás en el cielo” hay que interpretarla como la distancia que existe entre Él y nosotros, y esa distancia lo revela como Creador, como origen sin origen de todo lo creado, y no sólo de la humanidad.

La meditación acerca del Padre Creador nos invita a considerar no sólo la propia historia personal y la de la humanidad sino también de la creación entera, la del universo entero. Recordemos que somos parte de una inmensidad difícil de concebir en la cual estamos insertos y que tiene su origen en este que llamamos Padre. Decir Padre que estás en el cielo es una invitación a la humildad, pero a la vez a elevar nuestras miras para no quedarnos en la estrechez de nuestras personas y nuestro entorno, sino a reconocer que nosotros y nuestro entorno son parte de un todo.

Como he mencionado en otras ocasiones, cuando meditamos acerca del Creador, aunque lo llamemos Padre en virtud de la revelación del Hijo, Él se ubica fuera de nuestro alcance, en un silencio sonoro e inabarcable, por eso San Juan nos dice que nadie ha visto nunca a Dios[4]. Las religiones como el budismo perciben este vacío silencioso e inabarcable y lo hacen el centro de su religión.

Es un silencio que debe despertarnos para adentrarnos en el misterio en los términos del misterio mismo, sin intentar reducirlo a nuestra dimensión humana o nuestras necesidades; pero –y esto es de suma importancia- Dios mismo se ha reducido a nuestra dimensión, a nuestra humanidad creada, en la persona de Cristo para responder a nuestra necesidad más radical de manera inconcebible.

La experiencia del Padre como relación humana la hacemos en Cristo y a través de Cristo[5], pero eso no excluye la experiencia del Padre en sí misma en una apertura sin límites, en el silencio y el vacío, con la confianza que Jesús nos transmite de que esa experiencia es la de santidad del Padre, en quien no hay oscuridad[6].

San Pedro nos dice: Así como aquel que los llamó es santo, también ustedes sean santos en toda su conducta, de acuerdo con lo que está escrito: Sean santos, porque yo soy santo[7].

O como dice San Juan:

La noticia que hemos oído de él y que nosotros les anunciamos, es esta: Dios es luz, y en él no hay tinieblas[8].

Y en la tradición cristiana luz es equivalente a santidad.

Juan añade: Ustedes recibieron la unción del que es Santo[9]

En nuestra vida de oración esto significa un recogimiento que nos permite abrirnos confiadamente al misterio en profundo silencio para ser movidos por Cristo y su Espíritu a un encuentro innombrable en el que se manifiesta Dios, nuestro Padre sin límite ni figura, y entonces entendemos con mayor profundidad a Cristo mismo, su realidad como mediador encarnado y su santidad, y a nosotros mismos en él.

El efecto de esto es lo que nos dice la Carta a los Hebreos:

Ustedes, en efecto, no se han acercado a algo tangible: fuego ardiente, oscuridad, tinieblas, tempestad, sonido de trompeta, y un estruendo tal de palabras, que aquellos que lo escuchaban no quisieron que se les siguiera hablando… Ustedes, en cambio, se han acercado…a la Ciudad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial, a una multitud de ángeles, a una fiesta solemne, a la asamblea de los primogénitos cuyos nombres están escritos en el cielo. Se han acercado a Dios, que es el Juez del universo, y a los espíritus de los justos que ya han llegado a la perfección, a Jesús, el mediador de la Nueva Alianza, y a la sangre purificadora que habla más elocuentemente que la de Abel[10].

Jesús es el mediador de la inmensa santidad del Padre, es el don inefable, y nos abre el camino a una experiencia de lo inefable que lleva el nombre de Padre, esto está en el centro de nuestra vida monástica y está sintetizado en la doxología eucarística: Por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.

P. Plácido Álvarez.


[1] Cf. Ef., 2, 19.


[2] Cf. Gén. 25, 34.


[3] Regla de San Benito, Prólogo, v. 2.


[4] Jn, 1, 18. Cf. 5, 37. 6, 47. 1 Jn. 4, 12.


[5] Cf. Jn. 14, 7- 9. 6, 46.


[6] 1 Jn. 1,5.


[7] 1 Pd. 2, 15-16.


[8] 1 Jn. 1, 5.


[9] 1 Jn. 2, 20.


[10] Heb. 12, 18-19. 21-24.

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