top of page

Presencia de Dios y liturgia.

  • Foto del escritor: Monjes Trapenses
    Monjes Trapenses
  • 25 ago 2019
  • 5 Min. de lectura


25 de agosto de 2019.


La liturgia es uno de los elementos centrales de la vida monástica según la Regla de San Benito, bien lo sabemos; damos honor y gloria a Dios y escuchamos su Palabra en el canto de los salmos y en otras lecturas bíblicas, a la vez que la palabra de la Iglesia, tanto en las lecturas del segundo nocturno de las vigilias como en las oraciones; es parte de nuestro camino de conversión que supone todo un proceso de formación que se produce en la escucha que pide San Benito desde el comienzo de su Regla.

Hay toda una teología de la liturgia y muchas reflexiones al respecto, pero quiero referirme a un aspecto que quizás se nos pasa por alto, o mejor dicho, que es tan fundamental que lo damos por entendido, pero conviene recordarlo, es el hecho mismo de la liturgia, el hecho mismo de la presencia cristiana monástica que día tras día y varias veces al día altera el ritmo de lo cotidiano yendo a lo más profundo: la manifestación de Dios en la obra de los monjes; por eso San Benito se refiere a la liturgia como la “obra de Dios”, “Oficio Divino”.

Tres elementos se conjugan para darle significación y fuerza a la liturgia: el poder de la Palabra de Dios, las personas de los monjes y el lugar en el que se celebra. El poder de la palabra es algo con lo que quizás habíamos perdido conexión en una época en la que se ha enfatizado la razón y la lógica, pero hemos empezado entrar de nuevo en contacto con la realidad espiritual y material de la Palabra, también de la palabra humana tanto para bien como para mal.

La palabra especialmente la Palabra de Dios tiene poder[1]. Pero cualquier palabra puede modificar nuestras relaciones, sin embargo en un sentido espiritual profundo también puede modificar la realidad total. Sabemos que la Palabra de Dios crea el universo[2] y también da lugar a la Encarnación en su encuentro con la respuesta de María[3]; y el apóstol Juan tiene un énfasis muy particular sobre la Palabra, o el Verbo según algunas traducciones:

Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres[4].

La traducción que dice “verbo” trata de resaltar el dinamismo de la Palabra, porque en griego dice que la Palabra estaba hacia (pros) Dios, o se dirigía hacia Dios, lo que indica un movimiento que la palabra “verbo” capta, porque el verbo es acción; es bueno tenerlo en cuenta. La palabra, tanto la divina como la humana, es dinámica, transformante, y la humana tanto más cuando es movida por el Espíritu de Dios.

Necesitamos reforzar hoy en día el sentido del poder de la Palabra, y en la perspectiva de que en la Encarnación se da la conjunción de la Palabra de Dios con la palabra humana por la gracia del Espíritu de Dios; esto se hace más patente en las palabras de la consagración en la Eucaristía, pero también en las de la absolución en el Sacramento de la Reconciliación y aunque en dimensión diferente en cualquier bendición o en un exorcismo. No debemos pasar por alto que la palabra que emitimos en el momento de nuestra consagración monástica; ella tiene su propio poder para cambiar la vida, y la compromete.

La palabra dicha con fe tiene poder, con esta convicción debemos entregarnos a la liturgia y cuando nosotros la celebramos estamos implicando no sólo nuestras vidas sino el mundo en que vivimos al manifestar en él la Palabra de Dios, y esa Palabra a la que hacemos eco en nosotros nos transforma. La fe nos indica que esto es así; no se trata de un sentido mágico sino del dinamismo de la Encarnación; el efecto quizás no lo veamos inmediatamente pero es real en la medida de nuestra fe y en la de la voluntad de Dios.

Pero la palabra no es algo aislado sino que tiene que ver con la totalidad de la vida, de ahí la importancia de nuestra presencia personal porque la Palabra de Dios tiene que encarnarse, no debe quedarse sólo en un libro, en una memoria o en una grabación que no la expresa corporalmente; entonces con esa expresión ella se convierte en un testimonio accesible no sólo al sonido o a la vista sino también en la existencia de un cuerpo humano, se convierte en algo vital.

Este proceso encarnatorio tiene una concreción precisa en nuestra vida como monjes según la Regla de San Benito por el voto de estabilidad que nos vincula a un entorno socio-geográfico de manera particular; nuestra liturgia está condicionada por este hecho, no sólo por causa del idioma y las costumbres sino también por la manera monástica de enfrentar los desafíos socio-culturales que implican la economía y la política que tienen una significación espiritual.

La presencia del monje y su liturgia en un lugar implica la manifestación de Dios y su dominio en ese lugar. En la vida de San Antonio por San Atanasio vemos cómo se conjugaban para San Atanasio todos estos elementos por la significación eclesial de la presencia del monje y su oración, tanto litúrgica como personal, que supone la penetración creciente de la Palabra de Dios en el desierto egipcio que, con todo y limitaciones, formaba parte del imperio romano.

San Antonio enfrentaba, tanto como San Benito, el poder del demonio con su presencia y su palabra que se desarrollaba en torno a la oración. Nuestra situación es esencialmente la misma y, como ya dije, tenemos que recuperar la conciencia del poder de la Palabra a la que damos expresión con la voz que se produce en nuestro cuerpo, pero Palabra que para su eficacia tiene que brotar de la fe y la esperanza dinamizadas por el amor.

Cuando nosotros pronunciamos la Palabra revelada que nos ha sido dada en la Escritura y en la Tradición de la Iglesia estamos dando cuerpo a la voluntad de Dios y esto es un privilegio. Afirmar a Dios aquí y ahora, dar testimonio de Él con nuestros cuerpos es un don del que tenemos que estar conscientes. Afirmamos su soberanía no sólo en nuestras vidas sino también sobre los poderes del mal que pretenden borrar la presencia de Dios y alienar a los hombres de su propia trascendencia y de su llamado a compartir la vida divina.

Aquí y ahora nuestra existencia en la oración es una afirmación de Dios y de su primacía en nuestras vidas y sobre el poder del mal, y abre espacio para Dios en estas montañas como no sucedía antes de nuestra llegada. Por decirlo de alguna manera: hemos clavado la cruz de Cristo en esta montaña que ha sido escogida por Dios para dar a conocer la vida monástica contemplativa como un aspecto vital de la vida de la Iglesia.

Cuando rezamos el Oficio Divino en nuestra capilla no se trata simplemente de cumplir con un ritual prescrito en la Regla sino del proceso de nuestra transformación y la de nuestro entorno por el poder de la Palabra de Dios; esto nos ayuda a profundizar en el sentido de nuestra vida y por lo tanto en la paz que sólo Dios puede dar cuando a través de nuestro cuerpo a esa Palabra de Dios se expresa; en esto está nuestra misión y nuestra felicidad.

P. Plácido Álvarez.

[1] Cf. Hebreos 1,3. 4, 12. 11, 3.

[2] Génesis 1, 3.6. 9 etc.

[3] Lucas 1, 26-37.

[4] Juan 1, 1-4.

Comments


Commenting has been turned off.

Monjes Trapenses Ntra. Sra. de los Andes - Venezuela

  • Negro Facebook Icono
  • Negro Twitter Icono
  • Icono social Instagram
bottom of page