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Ven Señor Jesús.

  • Foto del escritor: Monjes Trapenses
    Monjes Trapenses
  • 17 feb 2019
  • 3 Min. de lectura





Adrienne von Speyr tiene una breve meditación sobre la exclamación ¡Ven Señor Jesús![1], que surge al final del Apocalipsis; ella remite la expresión en su origen como una llamada del Padre al Hijo, a la cual el Hijo responde en la comunicación insondable en el Misterio de la Santísima Trinidad; la respuesta del Hijo es llamarlo por su nombre: Padre, nombre que Él revela a la humanidad.

Pero esta relación entre el Padre y el Hijo nos involucra. Hemos sido llamados a la vida por el Padre, y el Hijo nos enseña a responderle llamándolo por su verdadero nombre: Padre[2]; esa es nuestra respuesta a quien nos ha llamado a la existencia y en el Hijo nos llama a compartir su vida.

El Hijo nos revela a Dios y nos enseña a dirigirnos a Él precisamente como Padre; en este proceso vamos siendo integrados a la vida divina participando en ella por Cristo y el Espíritu[3].

En este contexto von Speyr afirma un hecho que a veces se nos escapa, y es que en nuestra relación con Dios hemos sido empoderados para decir: ven Señor Jesús[4] con todo derecho y autoridad, de manera que el Señor va a respondernos como obediencia al Padre por cuya voluntad Él asume plenamente la realidad humana y se hace su salvador. Todo esto supone intimidad con Dios y responsabilidad para hacer efectivo el llamado “Ven”.

En nuestra lucha del día a día estamos empoderados para decir: Ven Señor Jesús. Esta exclamación no elimina las dificultades, sufrimientos o desafíos pero pone todo eso en el contexto de la esperanza que surge de nuestra filiación, de nuestra participación en la vida divina, participación que se esclarece en la meditación de la persona de Jesús, muerto y resucitado, esperanza que el mismo Apocalipsis infunde.

El mundo, y nosotros en él, vive en un constante conflicto entre el bien y el mal, conflicto que se da también en nuestros propios corazones; pero ese conflicto se vive a la luz de estas dos exclamaciones: Padre y Ven Señor Jesús.

Recordemos las palabras de Jesús en Getsemaní: Abba –Padre– todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya[5]. Jesús lucha y nosotros también, pero en el momento crítico podemos decir: Padre con la confianza de ser escuchados, porque llamamos a Dios con el nombre de que se nos ha enseñado; y en la lucha podemos decir también Ven Señor Jesús con la potestad que Dios mismo nos ha dado y el Señor viene, quizás no según nuestros deseos y criterios pero sí realmente, dándonos lo que verdaderamente necesitamos y asegurándonos la vida eterna.

En las circunstancias del mundo de hoy, y las de Venezuela especialmente, nos surge espontáneamente exclamar: Ven Señor Jesús, y debemos hacerlo sin temor pero sin ingenuidad, porque ni la cruz ni el Apocalipsis mismo nos permiten la ingenuidad.

La intimidad con Dios y nuestra vida en Él no están reservadas para las experiencias gratas sino para cada instante y a veces especialmente para los momentos difíciles. Esto no debemos olvidarlo, y sabemos cuán fácil es que se nos escape. Frases breves y densas, como las que consideramos aquí, pueden recordárnoslo y darnos el ánimo que necesitamos, y llevarnos a la acción de gracias que es siempre una luz. Podemos entonces decir como San Pablo en Efesios:

Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido[6].

Y en el mismo espíritu exclamar:

Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos reconforta en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios. Porque así como participamos abundantemente de los sufrimientos de Cristo, también por medio de Cristo abunda nuestro consuelo[7].

Bendecir a Dios es hablar bien de Dios, darle gracias y gloria; es nuestro privilegio y nuestra vocación. Bendecirlo es también nuestro consuelo, pues lo hacemos porque reconocemos su presencia y disfrutamos de su intimidad, aun cuando nos toca compartir los sufrimientos de Cristo.

En las luchas recibimos el consuelo que nos viene del Padre y del Hijo en el Espíritu y exclamamos: Ven Señor Jesús.

[1] Ap. 22, 20.

[2] Mt. 6, 9. Rm. 8, 15.

[3] Rm. 8, 14-17.

[4] Ap. 22, 17. 20.

[5] Mc. 14, 36.

[6] Efesios 1, 3-6.

[7] 2Cor. 1, 3-5.

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Monjes Trapenses Ntra. Sra. de los Andes - Venezuela

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